san Jorge es un personaje con una historicidad bastante discutida, porque las actas de su martirio contienen defectos y no son coetáneas; porque con los siglos —murió el 23 de abril de 303 d.C.— el relato de su pasión se vuelve más heroico y menos realista; porque su popularidad por todo el mundo instigó que cada cultura se lo hiciera un poco a medida, y porque el san Jorge del martirio y el de la leyenda que nos llega a los catalanes en el siglo XV parecen dos hombres diferentes. A pesar de la aureola de duda que desdibuja su figura, aquello que une al mártir con el caballero que mata al dragón, aquello que une el siglo IV y el XXI, es la epopeya de un hombre valeroso: lo que defiende su fe contra las leyes del imperio romano y lo que mata el monstruo que atemoriza al pueblo. San Jorge es fiel a aquello que estima aun sabiendo qué consecuencias puede tener defenderlo.

Todas las virtudes y los dones del Espíritu que recoge la tradición cristiana pueden condensarse en una sola: la caridad, que, según la traducción de la Escritura que se trabaje, es un sinónimo del amor. A través de la virtud, nos acercamos a lo más grande. Viviendo el amor que es caridad, y la caridad que es amor, experimentamos el resto de virtudes y dones, también la fortaleza y la fidelidad de un santo valiente como es nuestro patrón. Su historia siempre me ha hecho pensar en una de las citas más conocidas de G. K. Chesterton: "El verdadero soldado no lucha porque odia a quien tiene en frente, sino porque ama a quien tiene detrás".

Todavía hoy, san Jorge nos hace de santo porque nos es un referente. El gesto, la entrega, nos sirven para matar al dragón —nuestra tendencia a recluirnos— y ganar a la princesa —un buen amor en el otro


Quizás es por eso que la festividad de Sant Jordi, a pesar de quedar muchos siglos y muchas versiones del santo más allá, pone nuestro corazón en su lugar. Todavía hoy —en todas sus versiones— nos hace de santo porque nos es un referente: el amor se demuestra saliendo de uno mismo. El gesto, la entrega, nos sirven para matar al dragón —nuestra tendencia a recluirnos— y ganar a la princesa —un buen amor al prójimo. En torno a esta esencia, en nuestra casa ha sedimentado un fruto que es la tradición que nos vertebra. Un santo mártir, una leyenda mil años después, una institución literaria relativamente reciente. Envuelta de muchas capas de papel de burbujas, la tradición protege un bien inmaterial preciado que las generaciones que nos han precedido han pensado que nos podía ser útil.

El amor es creativo. Escoger qué libro puede hacer pensar a quién amamos es una de las maneras más profundas de amarlo, y la rosa le hace saber que lo creemos merecedor de aquello que el mundo considera objetivamente bello


No escribo en referencia a una conquista romántica, aunque podría serlo. Voy un poco más allá. Las rosas y los libros —si no se regalan por compromiso— son el vehículo genuino de la virtud que las hace todas. Al avistar el trasfondo de alguien, al intuir en qué le puede gustar concentrarse, qué aprendizaje le puede ser útil, es decir, con qué libro lo podemos obsequiar, ejercemos la virtud que las apuntala todas. El amor es creativo y escoger qué libro puede hacer pensar a quién amamos es una de las maneras más profundas de amarlo. La rosa le hace saber que lo creemos merecedor de aquello que el mundo considera objetivamente bello —y la belleza hace de camino hacia Dios—. Es así como los santos nos acercan al cielo haciéndonos tocar de pies en el suelo. Tras las leyendas y los cuentos, tras las capas del papel de burbujas de la tradición, tras los rituales que cada generación gradúa, hay una verdad que nos ha sido legada: la virtud de virtudes, el amor de san Jorge y el nuestro, se concreta en los hechos. Nuestra herencia es una trenza con mechones de aquí y de allí, acoplados durante siglos. El resultado de todo es que hoy, en Catalunya, una rosa y un libro crean un te quiero.