No me extraña que el elemento más fascinante del nuevo disco de Rosalía haya acabado siendo el marketing político. La intuición que da vida al álbum —y que intenta estructurar el sentimiento— es demasiado profunda para el precio que Rosalía está dispuesta a pagar por sus ambiciones. El biopic de Bruce Springsteen que corre por los cines muestra bien las dificultades que afrontan los artistas cuando la fama los desconecta de su entorno. El Boss lo resolvió con un álbum de transición de aspecto intimista, sin promoción ni declaraciones a la prensa: Nebraska. Michael Jackson, después de Thriller, dobló la apuesta con Bad, pero la piel se le empezó a emblanquecer sospechosamente.
Rosalía lo tenía difícil, porque sus problemas no son solo emocionales: es catalana en una España herida por el independentismo que, además, navega por un mundo que parece abocado al conflicto interno. La intuición de explicar su crisis personal a través de la crisis de Occidente era muy buena. Yo, como mínimo, empatizo con ella: me he pasado la vida explorando esta idea en los libros, aunque limitando el mundo a Catalunya. La decisión de explicar sus pequeños dramas a través de una serie de santas, usando la imaginería del Barroco, me parece brillante. Tan brillante como lo que hizo Springsteen de encerrarse en una habitación para explicar sus miedos —y la cara oscura del sueño americano—, a través de una pandilla de delincuentes, marginales y solitarios.
El problema —me parece— es que Rosalía no ha osado llevar su intuición hasta el final porque ha sentido que el punto de arraigo era un obstáculo. En lugar de hacer el disco desde Montserrat —que tiene al lado de casa— o desde la Alhambra de Granada —si quería jugar con el multiculturalismo y el flamenco—, lo ha hecho desde Madrid. La decepción que el disco ha provocado en algunos amigos y amigas que son fans me parece que viene de aquí. Buscando una base de apoyo que le asegurara el eco internacional, Rosalía ha dejado a medio camino la epopeya de la pureza y la fragilidad que quería explorar en el álbum. La prueba es que sin las cosas que ha explicado en las entrevistas, y el despliegue estético que ha hecho, el disco costaría aún más de valorar y de entender.
La canción en catalán parece escrita con el Google Translator: no tiene la simplicidad inteligente de "Milionària" ni la profundidad emocional de "G3N15"
No sé qué crítico de la radio decía que Rosalía ha hecho un disco de coplas pasado por Björk en 13 idiomas, como si fuera una Rocío Jurado del siglo XXI. Yo no entiendo de música castellana, pero las canciones del disco no tienen el gancho melódico ni la distancia quirúrgica de Motomami. Las letras son flojas, y la canción en catalán parece escrita con el Google Translator: no tiene la simplicidad inteligente de "Milionària" ni la profundidad emocional de "G3N15". Todo el disco queda a medio camino entre la confesión y la puesta en escena. El sentido de trascendencia hace pensar en aquel dramatismo afectado que en tiempos de Franco los catalanes tildábamos de españolada. Lo más genuino que parece haber dado el disco es la imaginería del Barroco y los elogios interesados de La Vanguardia.
De hecho, no sé hasta qué punto Rosalía era consciente de los fantasmas que invocaría, poniendo la estética barroca en el centro del disco. La contrarreforma sirve para vender la españolidad de cara afuera, sobre todo ahora que Occidente sufre una crisis moral. Pero de cara adentro representa el intento castellano de tapar el alma fracturada del imperio con el oro de las Américas. No es casualidad que Carlos V fuera a Montserrat cada vez que tenía un problema, ni que pasara más tiempo en Barcelona que en ninguna otra ciudad de la Península. El imperio hispánico, que se diseñó sobre las estructuras del imperio catalán, y acabó en manos de los castellanos, ahora intenta convertirse en nación para salvar los muebles. Por eso el disco de Rosalía ha generado este entusiasmo unánime, un poco pegajoso, entre los guardianes del orden.
La artista catalana no necesita saber estas cosas, pero sí debe tratar sus intuiciones con más sinceridad si no quiere acabar contaminada por un conflicto político del que no podrá huir jamás. Sin querer, o sin la fuerza interior que le habría permitido elevarse por encima de los oportunistas, se ha dejado arrastrar por una España que solo sabe reinventarse a través de su propia decadencia. Rosalía, que quería iluminarnos hablando de su fragilidad, ha acabado contribuyendo a la confusión de un mundo que se maquilla constantemente para no mirarse al espejo. En lugar de poner a prueba la intemperie —como hizo Springsteen en Nebraska—, ha preferido cantar desde el templo de la apariencia y el merchandising sin acabar de ser Michael Jackson, que nunca se dejó utilizar políticamente.
Vivimos rodeados de imágenes y de mitos reciclados, buscando la redención en la misma luz que nos ciega. Lux, además de ser un disco que promete más que da, es un espejo de este tiempo: una misa sin mucha fe, un vacío sin suficiente silencio, una belleza churrigueresca que se hunde bajo el peso del oro que muchos listillos esperan obtener gratis.
