No hace falta ser catastrofista ni insistir en que corren malos tiempos para la educación y que sus resultados cotizan en bolsa a la baja. Hace años que los medios de comunicación se hacen eco de los malos resultados que obtienen los alumnos catalanes en las pruebas PISA y en las Competencias Básicas en primaria y secundaria, y ahora también de la bajada significativa del nivel de conocimiento de los preuniversitarios en las PAU. La pobreza del sistema educativo es ya transversal. Precisamente por eso, es el momento oportuno para hacer una pausa y reflexionar sobre la educación. La oportunidad nos la proporciona un magnífico libro recientemente editado por El Viejo Topo, Teoría poética del aprendizaje. Una alternativa al enfoque competencial, de la autora Concha Fernández Martorell. Acostumbrada a pensar como filósofa, sin lamentos ni estropicios, sino con calma, mirada atenta y mucha profundidad intelectual, su libro elude el pesimismo imperante y nos lleva a repensar qué hay hoy (todavía) y qué debería haber (siempre) en el mundo de la escuela, un mundo valioso de verdad.

Vale la pena empezar el libro deteniéndose en la portada. Si la miramos atentamente, vemos a unos cuantos jóvenes de blanco formando una burbuja que se enredan como estrellas en el vacío. Se trata de un espectáculo dirigido por la Fura dels Baus en 2007 con veintiocho alumnos y dos profesores que llevan a cabo una performance para celebrar el 30 aniversario del instituto en el que estudian y del que Concha Fernández Martorell era entonces directora. La imagen nocturna que entre todos componen es potente, compuesta por treinta alumnos-estrellas que representan sobre el cielo del Masnou en qué consiste el aprendizaje poético, en qué culmina finalmente la auténtica educación, la que ella ha practicado en las aulas y en el despacho de dirección y defensa a lo largo del libro. El espectáculo furero simboliza como ningún otro lo que puede llegar a pasar en clase cada día, unas pequeñas y brillantes chispas de conocimiento y emoción que hilan la red de la educación, con algo de valentía por parte de todas y todos los que participan (alumnado, docentes y familias).

La autora hace una radiografía muy clara del modelo educativo que combate, lo que llama “paradigma competencial”, impulsado por el neoliberalismo de la OCDE desde los años 90, que impone toda una serie de parámetros economicistas basados en la eficacia, la eficiencia y la productividad, competencias laborales propias de un individuo aislado, supuestamente emprendedor y adiestrado para tareas laborales siempre cambiantes y precarias. Desde la sospecha que suele practicar la filosofía, Concha Fernández Martorell hace un diagnóstico clarividente de este modelo educativo que solo pretende formar trabajadores que se adapten a un mundo laboral incierto, sin ningún vínculo con la tradición ni el pasado, sin ningún conocimiento que dé fundamentos existenciales como humano y que tiene como intención última “instaurar el vacío como forma de vida... y como estrategia de control y sumisión que se sostiene sobre la inseguridad existencial de los peones que deben hacer funcionar la economía”. En definitiva, ¡asumir el adiestramiento economicista, el rendimiento como dogma y la precariedad absoluta como formas de vida! Con este objetivo inconfesable, en los últimos años 90 proclamaban el lema “Education, education, education”, que dio la victoria en las elecciones a Tony Blair, el discípulo camuflado y más cínico del neoliberalismo thatcheriano. Y todavía estamos ahí.

La autora evita el término educar, muy del gusto de los constructivistas y competencialistas posmodernos, y apuesta por los de aprendizaje y aprendiz

Ahora bien, en el libro, más que hacer crítica de este sistema educativo que hace agua (crisis cuyos magros resultados solo son la punta del iceberg), le interesa repensar qué queda de la educación de verdad. Al lector se le hace evidente (ya desde el propio título) que la autora evita el término educar, muy del gusto de los constructivistas y competencialistas posmodernos, y apuesta por los de aprendizaje y aprendiz, y eso porque, en latín, educare significa 'conducir y guiar', es decir, como si la formación de las personas fuera un conducirlas y guiarlas desde fuera, forzándolas si es necesario (una forma de alimentar la mente que se puede confundir con el adiestramiento neoliberal). Mientras que el aprendizaje se produce en el aprendiz y permanece en él, es el alumno quien aprende escuchando, relacionándose y dialogando con los demás compañeros y sobre todo con el profesorado, y eso que se lleva lo conforma a sí mismo mientras lo abre al conocimiento y al mundo.

Por eso mismo, y desde la autoridad que le da la filosofía, la autora defiende un paradigma ilustrado, centrado en el sujeto, que permita, como diría Simone Weil, arraigar a la persona. Este aprendizaje poético —que será intransitivo por autopoiético e inevitablemente llevado a cabo con la mediación del lenguaje (¡siempre el lenguaje dándonos forma!)— ofrece al aprendiz conocimientos vertebradores y valores críticos, que le permiten elaborarse una cosmovisión y lo ayudan a crecer, modelando su personalidad. Esta forma poética de entender el aprendizaje, y que la autora reconoce herencia de los postulados de la filósofa María Zambrano, es sumamente respetuosa con la alteridad del alumnado porque entiende que "educar es amar". De hecho, todo el libro rezuma el amor y el respeto que Concha Fernández Martorell tiene por el trabajo de enseñante que ha hecho durante tantos años y por la persona de los alumnos que han pasado por sus manos. Y un rasgo primordial de ese amor (el "verdadero, el que ni se compra ni se vende", como canta la copla) es que guarda siempre las distancias, las que hacen posible que el aprendiz se aprenda a sí mismo como sujeto y se emancipe como persona desde los saberes diversos que el profesorado le ofrece cada día en el aula. Cada hora de clase se convierte entonces en una performance, una incidencia (nos dice la autora), que le ofrece la oportunidad de llegar a ser persona.

En este punto, comprendemos por qué aparecen en el libro los diez capítulos que relatan las incidencias, diez historias de vida que se van trenzando con los diez capítulos que argumentan la temática educativa desde el rigor de la filosofía. Llegamos a la síntesis acabada de emoción y conocimiento, tanto en las aulas como en el propio libro. Porque como lectores comprendemos que todo pivota en torno a estas incidencias, que no son vivencias negligibles, sino los ejes estelares sobre los que pivota la esencia del libro. La autora los equipara a categorías filosóficas claves como el "tiempo-ahora" de Benjamin, el "acontecimiento" de Lyotard o la "brecha" de Butler, y aún añadiría los espacios de emergencia de la "natalidad" de Arendt; todos ellos momentos en los que se rompe el orden y el control sociales alienantes. Ahora bien, con el término incidencias se nos abre una polisemia de sentidos porque puede significar desde los acontecimientos que desbordan la institución escolar (la pobreza, la migración o el caos familiar), a los “tropiezos” de lo real (el acoso escolar o las múltiples formas de la enfermedad mental que conviven en él), las irrupciones de lo imprevisto (un móvil que suena inesperadamente, un animalillo guardado en una taquilla del pasillo), es decir, las “experiencias de vida constantes en el aula”. Por tanto, las vivencias relatadas son aquellos momentos en los que la realidad irrumpe acaparadoramente en la escuela y muestran la complejidad del alumnado, las particularidades y peculiaridades a partir de las cuales conviene enfocar el hecho de enseñar. Porque a la autora se le hace evidente que el aprendizaje escolar es un todo en el que la biografía emocional y los intereses intelectuales son inseparables a la hora de promover el aprendizaje.

Pero incidencias son también todas aquellas chispas de conocimiento hecho mío, a menudo inesperadas y sorprendentes, que producen pequeños “milagros” en la clase, ya sea a través de la comprensión de las ideas de la filosofía, de la experiencia sensible que provoca la contemplación de la obra de arte o del conocimiento empírico del mundo que proporciona la ciencia, etc. Y cuando esto ocurre (si ocurre), en el aula ha pasado el ángel de la poesía. Este planteamiento poético del aprendizaje puede parecer utópico, sobre todo en los momentos actuales en los que la educación hace agua y la inunda el pesimismo; sin embargo, la verdad de todas y cada una de estas incidencias, que la autora ha recogido a lo largo de los años en su peculiar diario de aula, nos enseña que esto ha pasado y todavía pasa: alumnos que se han hecho “mayores de edad” (en el más genuino sentido kantiano del término) contemplando una obra de arte en la clase de estética, haciendo experimentos científicos en la azotea del instituto, dibujando su propio autorretrato o expresando sus miedos a los demás en medio de una clase de psicología.

Por todo ello, y pese a que a la escuela se le ha hecho el triste encargo de formar mano de obra precaria y no ciudadanos críticos y responsables, no vale desanimarse, porque hay estrellas fureras que todavía iluminan el cielo, hay espacios de resistencia a esta deriva antiilustrada. Y Concha Fernández Martorell sostiene que estos están en la escuela pública, la cual califica de "el lugar utópico de la equidad". La red de escuelas e institutos públicos que recogen hoy la voluntad de llevar a cabo este aprendizaje auténtico que ha denominado “poético” y la tradición de preservar su espíritu de emancipación.

Como profesora de instituto no puedo no compartir esta apuesta claramente política por la educación pública. La suscribo con contundencia y también un poco tercamente porque creo que la hacemos pese a saber que quizás nadamos contra corriente. Hace demasiados años que los responsables políticos, de todos los partidos y tendencias, que deberían preservarla han cedido a las presiones y se han vendido la escuela, también la pública, a los intereses económicos de las multinacionales, que han visto la posibilidad de hacer negocio y transformar la educación en un gran bazar: desde las empresas y las fundaciones privadas del sector educativo a la irrupción en tromba de las tecnológicas inundándola de ordenadores, tabletas, móviles, pantallas digitales y ahora el widget de la IA, la utopía robótica del siglo XXI. Ante esta mercantilización de la educación, la reflexión de Concha Fernández Martorell nos indica que existe un espacio de resistencia posible: la de la profesora con “oficio” que, a pie de aula y cada día, se propone tozudamente hacer del aprendizaje de los alumnos que tiene a su cargo un acto de construcción emancipadora de la ciudadanía. Continuando con la imagen del libro, hacer que sus aprendices iluminen el cielo estrellado del saber que tanto llenaba de admiración a Kant. Es tal la responsabilidad que recae sobre sus hombros, que solo deseo, por este nuevo atlas de la educación, que ni la pereza ni la cobardía la alejen de su propósito de enseñar, sin desanimarse.