No sé si llega a materia de estudio, pero el desprecio del sindicalismo español contra el nacionalismo catalán (y contra todas sus variables) hace tiempo que ha adquirido categoría de tendencia. Será por su histórica y desacomplejada promiscuidad con el PSOE, que a menudo los ha utilizado como martillo de herejes. Justamente este es uno de los motivos del desprestigio de los grandes sindicatos españoles: su inequívoca marca ideológica.

Pero también debe ser por la incomprensión de este decimonónico sindicalismo, superado por el tiempo, que nunca ha entendido el modelo económico catalán, alejado del paradigma clásico empresa/trabajador. De aquí viene el odio ancestral de los sindicatos a la burguesía catalana, un odio que ha perdurado más allá de la misma existencia de una burguesía, la cual, actualmente, no tiene nada que ver con el cuerpo económico y social que dominó el escenario de principios del siglo XX. Por cierto, este sindicalismo nunca comprendió que el tejido económico burgués fue el motor de la modernización de Catalunya, a menudo implicado en la lucha por su soberanía. Desde proyectos culturales como el Liceu o el Palau de la Música, o la iniciativa privada para iniciar la aventura ferroviaria, o la creación de una Caja de ahorros para garantizar el futuro de los ciudadanos, hasta la creación de la Mancomunitat que en escasos años fue capaz de modernizar el país. Y la burguesía estuvo siempre implicada en ello. En Catalunya no hemos tenido los modelos económicos de los grandes terratenientes, ni de los privilegios de los adosados a las cortes borbónicas, que siempre han tenido una mentalidad vampírica, de simple acumulación de riqueza y nula sensibilidad social. De aquí viene el retraso económico y social que han sufrido muchos territorios españoles. Al contrario, la economía catalana se ha asentado secularmente en un tejido de centenares de miles de pequeñas empresas, surgidas de la iniciativa y el sentido emprendedor del país, y es esta economía productiva la que nos ha permitido mantener unas cotas de competitividad, a pesar de no tener soberanía propia y, al mismo tiempo, sufrir un Estado depredador. Es evidente que, si la lengua conforma nuestra identidad como nación diferenciada, el modelo económico es la otra gran característica.

Pero esta identidad económica no ha sido nunca entendida por los sindicatos españoles tradicionales, que siempre han dejado Catalunya de lado a la hora de hacer las grandes negociaciones. O peor todavía, han hecho negociaciones que han ido en contra de los intereses del tejido productivo catalán. Y si el sindicalismo español clásico, anclado en una mentalidad reaccionaria que difícilmente liga con los nuevos modelos económicos del siglo XXI, han perjudicado nuestros intereses, los partidos políticos españoles de izquierdas han ido en la misma dirección.

No entienden nada de nuestro país, ni tienen ninguna intención de respetar nuestra identidad, pero mandan por encima de nuestra voluntad. Sindicalismo viejo y muy español

En esta tesitura hay que situar el actual debate sobre la reducción de la jornada laboral, cuyo impacto en el tejido de microempresas catalán puede ser letal. No olvidemos que el 95% del empresariado catalán es pequeño, y una decisión de esta naturaleza, tomada sin tener en cuenta la idiosincrasia económica catalana, es un daño directo a la salud económica del país. Es por eso que la medida, impulsada por una Yolanda Díaz necesitada de notoriedad, y famélica de populismo —no en balde está en caída libre en su espectro ideológico—, tiene una oposición fuerte tanto en las entidades empresariales como en Junts, partido que tiene la voluntad de representar la centralidad del país. Míriam Nogueras asegura que el no de Junts a la ley —si no cambia de arriba a abajo— es rotundo, de manera que, o hay modificaciones severas, o el PSOE sufrirá otra derrota.

Y es aquí donde ha aparecido, nuevamente, el atávico desprecio. En este caso por boca de Unai Sordo, el secretario general de CC. OO., que se ha puesto nervioso y ha emulado las maneras de hacer de otro memorable sindicalista, el ínclito presidente de la UGT Matías Carnero. Si Carnero despreció al president Puigdemont asegurando que había huido "en un maletero" (mentira que el PP propagó y el PSOE compró), y lo hizo "cagado o meado", Sordo ha vuelto a expresar su desprecio en forma de poco sutil grosería. "Más inútiles que la última rebanada de pan Bimbo" ha espetado a Junts, al estilo de un cómico en horas bajas. Dado que Junts puede hacer caer la ley y que, en consecuencia, sus votos no solo no son "inútiles", sino que son imprescindibles, habrá que entender que el señor Sordo no ha estado en su momento más lúcido. El problema es que los Sordo y los Carnero tienen influencia política, a pesar de la poca influencia que tienen en el tejido económico catalán. Hablan en nombre de los trabajadores, unos sindicatos envejecidos y funcionaritzados, con unas ideas propias de principios del XX, y sin ninguna capacidad de entender las sinergias actuales. En todo caso, nunca han entendido las catalanas. Al final es lo de siempre: no entienden nada de nuestro país, ni tienen ninguna intención de respetar nuestra identidad, pero mandan por encima de nuestra voluntad. Sindicalismo viejo y muy español.