Cuando Mariano Rajoy delegó la gestión política del procés al poder judicial, el antiguo presidente español poco sospechaba de que estaba a punto de favorecer un contrapoder que podría llevar al Estado a un futuro colapso. Fijaos como, después de estar a punto de derrocar al Gobierno de Sánchez con la revelación del caso Cerdán-Ábalos, un juez de Tarragona ha nivelado el tablero de las corruptelas con una lenta investigación sobre Cristóbal Montoro y su tendencia a dictar leyes para favorecer a los clientes de su despacho y amigos (algo que, dicho sea de paso, perpetró toda la vida un tal Josep Antoni Duran i Lleida sin tantos aspavientos). Sea como fuere, la inercia judicial y el narcisismo de los magistrados a la hora de intervenir en política —que también empezó, recordemos, con los casos Pretoria y Pujol— puede acabar devorando el bipartidismo español sin acabar de favorecer a los satélites de PP y PSOE.

El Consejo de Europa ya lleva tiempo intentando apretar a España (en el Barómetro V-Dem la ha hecho bajar del número 23 al 14 de países más corruptos de la OCDE) por no combatir lo suficiente las fechorías de la clase política. Pero todo esto no es lo esencial, pues, como ya advertimos algunos habitantes de esta nuestra tribu, la maquinaria judicial que había destrozado a los líderes del procés acabaría inclinándose tarde o temprano hacia los aparatos ideológicos del Estado. Muchos analistas dicen que toda esta cacería judicial, de momento, solo favorecerá el auge de Vox; pero yo no sería tan alarmista, ya que si al aflautado Montoro le han encontrado un chiringuito después de años hurgando, con gente como Santi Abascal (un hombre que viaja continuamente por el mundo y con cara de vivir muy bien con un sueldo medianito de diputado) la cosa pinta mucho más fácil. Los jueces fachas podrían salvarlo, pero también los hay progres con ganas de marcha.

El entorno que nos espera tiene pinta de virar hacia formas nuevas de autoritarismo pseudoilustrado

Esta lucha de poderes empezó hace lustros en Estados Unidos, cuando los republicanos intuyeron la influencia que tendrían los magistrados del Tribunal Supremo y George W. Bush empezó a llenarlo de togas afines. Esto ha seguido durante el mandato de Donald Trump, con el añadido de que el actual mandatario del mundo ha tenido más barra libre a la hora de coquetear con la autocracia y perfilar un nuevo modelo en el que los países —bajo la antigua forma de un estado demócrata— podrían funcionar en realidad como monarquías aconsejadas por los technobros de Silicon Valley. No querría caer en la tecnofobia, pero, como escribía hace tiempo Sean Thomas en The Spectator (Is AI eating your brain?), la propagación de la inteligencia artificial a escala planetaria podría convertir rápidamente a la masa occidental en individuos manipulables sin suficiente actividad cerebral para leer un texto ni comprenderlo…

Esta situación, inédita en la humanidad, podría llevarnos a una escisión del saber entre una aristocracia de empresarios que puedan acceder al conocimiento y una masa oceánica de gente susceptible de ser mandada por el logaritmo. Esto, evidentemente, no es solo un problema antropológico y hay que ser muy naif para creer que no afectará a las formas de gobernación mundial. Hace poco leía un excelente profile de Ava Kofman sobre Curtis Yarvin en el New Yorker; Yarvin es un matemático-bloguero que se ha vuelto archifamoso en Estados Unidos a través de la propagación de la teoría del dark enlightenment, una estructuración política que basaría la gestión pública en una agrupación de directivos conducida por un CEO-monarca casi omnipotente. Si el mundo del cambio de milenio que derivó en el 1-O se rigió por la sed democrática, el entorno que nos espera tiene pinta de virar hacia formas nuevas de autoritarismo pseudoilustrado.

A nivel español, todavía nos encontramos ante la putrefacción del sistema de los tres poderes y del parlamentarismo, que Pedro Sánchez ha querido salvar ora disfrazándose de feminista, ora de propalestino, y en Catalunya se evidencia a diario en la igualmente agónica tendencia del Govern Illa a reducir el país a una gestión funcionarial. A diferencia de Estados Unidos, donde el ámbito de la tecnología ahora ocupa el glamur de los antiguos moguls del hierro y la construcción, España no tiene una oligarquía que no sea la funcionarial y la de los empresarios de la casta madrileña, una secta que ha corrompido el bipartidismo, pero que nunca es convocada ni siquiera a declarar en ninguno de los juicios estrella. ¿Quién manejará el mundo? ¿Quién nos llevará hacia el nuevo paradigma? Muchos dicen que nos acercamos a un nuevo tecnofeudalismo, pero diría que las diferencias entre política y masa serán mucho más radicales que en la edad media.

La pregunta de antes es demasiado bestia (y es demasiado pronto) para responderla tajantemente; lo que sí sabemos es que nuestra pequeña tribu, en este marasmo de titanes, lo tendrá francamente jodido para sobrevivir.