Durante las próximas semanas veremos por la tele imágenes de enormes rascacielos y de estadios mastodónticos. No os pensaseis, sin embargo, que Catar es riqueza y nada más. El país es básicamente un desierto inmenso con tres o cuatro núcleos de población levantados de la nada. Ciudades postizas. Decorados caros. En la capital, Doha, hay muchos barrios pobres situados en la periferia de estos edificios monumentales que miran al agua del golfo Pérsico. Eso, no saldrá en la pantalla de las retransmisiones futbolísticas pero yo viví durante cuatro meses en uno de estos barrios, y lo que vi no tiene relación con lo que ahora nos enseñan. Trabajaba como cantante de hotel de lujo, allí por 2016, huyendo de la crisis que aquí echó una parte no menor de la ciudadanía a buscarse la vida donde fuera y como fuera.

Conviví con mujeres de largo y de negro paseando por la orilla del mar, asfixiaditas a casi 50 grados. A mí, como occidental, me obligaban a taparme toda para entrar al agua, con un pareo, una sábana o lo que encontrara, y todo eso habiendo previamente pagado entrada para acceder a la playa, claro está. Katara beach: la única donde podías tomar el baño con cierta normalidad (su normalidad). El resto de playas, las que bordean la Bahía Corniche, eran de mírame y no me toques. Todo estaba prohibido menos pasearte. Como aquel preso que puede contemplar la libertad de fuera desde dentro de la celda. Un mar de barrotes.

Nos dirán que el Corán no se lo permite pero en Doha yo he visto hombres cataríes beber cerveza cada día en los bares de los hoteles de lujo

Hablamos de un territorio recientemente multimillonario, con una fortuna líquida y oscura bajo tierra, gobernado por una monarquía dictadura de doble moral, que tanto prohíbe oficialmente la venta de alcohol como acepta el consumo en los hoteles a precios poco asequibles (que el catarí oriundo —solo el macho, claro está— sí que puede pagarse), como permite la compra con restricciones a una inaccesible gran superficie estratégicamente situada allí donde Nuestro Señor (en este caso Alá) perdió la alpargata y en la cual solo se tiene acceso con un determinado carné que el obrero raso no puede conseguir.

Cuando servidora iba al bar de un hotel o a un restaurante, el pasaporte se empeñaba: si no le dejabas a la poco amistosa persona de seguridad plantada en la puerta, no podías entrar. Una especie de pequeño secuestro. Se te quedaban tu identidad y nacionalidad por unas horas, por si acaso al régimen no le caías bien y se tenía que actuar. Una vez allí, sí que te permitían beber cerveza al módico precio de unos trece euros la botella. ¿Solo si eres occidental? Sí y no. Nos dirán que el Corán no se lo permite, pero desde mi escenario en el octavo piso del hotel Radisson Blue, veía cómo cada día del mundo entraban numerosas túnicas y turbantes blancos, hombres cataríes, que se ponían a beber una Heineken detrás de otra en su reservado, una sala donde el resto del mundo no puede acceder. Y después, si hace falta, a rezar de cara a La Meca.

Recientemente —y sospechosamente— hemos visto cómo el emirato ha prohibido la cerveza en los estadios, decisión que vulnera el contrato de patrocinio de Budweiser, que ya había pagado 75 millones de dólares para garantizarse estar presente en el torneo. Una medida que, por cierto, no afectará para nada a la marca escocesa Brewdog, que de su voluntaria no presencia en el Mundial ha hecho bandera con anuncios donde farda (se vanagloria) de ser el antipatrocinador: Primero Rusia, después Catar. Estamos deseando el turno de Corea del Norte, dice su ingeniosa publicidad.

TV3 y Catalunya Radio harán programaciones especiales diarias sobre el Mundial, con una web específica incluida. ¿Hacía falta?

Otros medios, como Vilaweb, ya se han sumado al boicot y han confirmado que no informarán sobre este acontecimiento deportivo. En la misma línea va una serie de reportajes extraordinarios de Roser Olivé Olivella, Joan Giralt y Sami Sockol, enviados especiales de TV3 en la península Arábiga, que muestran la cara B del país —fútbol aparte— y su realidad menos visible. Lástima que, en paralelo, la misma cadena y Catalunya Ràdio hayan anunciado que harán programaciones especiales diarias, con la creación de una web específica y corporativa sobre el Mundial incluida. ¿Hacía falta?

Cuando el Camp Nou silba el himno de la Champions es hacer política. Sí, de aquella que si no la haces tú, la harán contra ti (como nos ha recordado siempre Joan Fuster). Y se silba porque hace años la UEFA prohibió las esteladas en la grada, coartando la libertad de expresión ciudadana, y el catalán culé dijo que hasta aquí podríamos llegar. Y tiene memoria. Y abronca. Ahora, llegan entrenadores y jugadores de fútbol que dicen que con esto de Catar tampoco hay para tanto y que ellos son futbolistas, no políticos.

No tendría que hacer falta recordar que allí la homosexualidad es ilegal, la flagelación una forma aceptada de castigo y miles de obreros han muerto en condiciones de trabajo infrahumanas, que el Mundial se juega ahora porque hace menos calor pero eso quiere decir que los estadios se han construido en pleno calor. Allí, en público, no pueden darse besos, ni mostrar afecto o un poco de carne. Allí, donde la mujer no vale nada, habrá por primera vez seis mujeres árbitros. Que no les pase nada cuando salgan al césped con panatón corto. Un país así no tendría que ser premiado con ninguna operación de blanqueo.

Un país donde la homosexualidad está penada y la flagelación permitida no tendría que ser premiado con ninguna operación de blanqueo

No tendría que hacer falta recordar que hablamos de un emirato que bloquea todas las páginas pornos en internet mientras permite que un hombre tenga cuatro mujeres al mismo tiempo (o más bien máquinas de tener hijos, que de cuidarlos, que para eso ya hay una chica filipina), mujeres cubiertas con la abaya o chador —túnica negra y larga hasta los pies— de donde tú solo ves unos ojitos que sobresalen en medio del pañuelo de la cabeza, eso sí, muy bien maquillados. Allí el negocio de la moda femenina son bolsos de mano, maquillaje de ojos, gafas y zapatos. Tiene su lógica ya que es lo único que no queda del todo tapado por la abaya. ¡Eh! ¿y muchas de ellas contentas, eh? Quizás porque no han conocido nada más, pero este ya sería otro tema.

Decía Gerard Vergés que el hombre es más subsidiario de la cultura que de la genética. Y es que, al final, la línea no la marca tanto el gentilicio como la riqueza (o la pobreza). En Doha, de los tres millones de habitantes, solo un escaso doce por ciento ha nacido en el país. Y es multimillonario. El resto son trabajadores —ricos y pobres— venidos a encontrar el nuevo Dorado. Ya pueden construir rascacielos y estadios, ya, que por altos que sean nunca nos permitirán huir lo bastante arriba de esta vergüenza. A veces da miedo la capacidad humana para superar el vértigo con tanta facilidad.