España atraviesa una fase avanzada de degradación institucional. Lo que antes podían parecer excesos puntuales ahora se muestra como un sistema. Un sistema que ha utilizado, y sigue utilizando, los aparatos del Estado —policiales, judiciales, fiscales, mediáticos y políticos— para fabricar causas, manipular realidades y destruir a quienes cuestionan el poder. El independentismo catalán ha sido uno de los blancos preferidos, pero no el único. Hoy asistimos a una versión más descarnada de ese mismo modelo, que ha comenzado incluso a devorar a sus propios operadores.

Durante años, las cloacas fueron identificadas como una maquinaria al servicio del Partido Popular. Nombres como Villarejo, Fernández Díaz o sus entornos quedaron grabados en el imaginario colectivo como símbolo de esa estructura parapolicial e ilegal que operaba desde la sombra. Pero desde 2018, tras el cambio de gobierno, el PSOE no desmanteló ese sistema: lo heredó, lo adaptó y lo perfeccionó. No hubo depuración, sino relevo. Y lo que antes operaba con toscos mecanismos ahora actúa con una sofisticación preocupante.

Ni las cloacas del PP fueron desmanteladas, ni las del PSOE son una excepción. Simplemente, asistimos a la persistencia de una lógica de poder que no distingue de siglas. Una estructura funcional que se adapta al partido que gobierna, pero mantiene su esencia: operar en la oscuridad, manipular desde el Estado y blindar a quienes detentan el poder real. Lo hacen a través de figuras opacas, operadores sin cargo público visible, pero con influencia transversal sobre ministerios, fiscales, policías y medios. Lo hacen con testigos falsos, dosieres fabricados, filtraciones interesadas y campañas de difamación orquestadas. Y todo ello financiado con dinero público, o, como veremos ahora, incluso privado, cuando conviene diluir las huellas de los autores de tan perversa forma de operar.

Esta dinámica se ha convertido en una cultura de poder. Un modo de hacer política por otros medios (Lawfare): no con argumentos, sino con chantajes; no con reformas, sino con expedientes; no con debates, sino con montajes. No existen cloacas buenas o malas, solo cloacas. Y guardar silencio frente a ellas nos hace cómplices.

La detención e ingreso en prisión de Francisco Martínez —pieza esencial de las cloacas del PP— no es más que una maniobra de distracción. Su caída no representa una catarsis democrática, sino una cortina de humo para desviar la atención del escándalo estructural que supone el funcionamiento de las cloacas bajo el PSOE. Martínez no ha sido víctima de una justicia purificadora, sino de la misma maquinaria que ayudó a crear. Esta clase de aparatos represivos, dependiendo de quién los maneje, producen unas u otras víctimas. La lógica es la misma: silenciamiento, castigo selectivo y simulacro de limpieza institucional.

Esta dinámica se ha convertido en una cultura de poder. Un modo de hacer política por otros medios (Lawfare): no con argumentos, sino con chantajes; no con reformas, sino con expedientes; no con debates, sino con montajes

Francisco Martínez, sin duda, ha hecho de todo en su trayectoria política. Ha sido protagonista activo de muchos de los excesos del pasado. Sin embargo, su actual imputación presenta todas las características de ser un movimiento calculado: una cortina de humo para tapar el escándalo que ahora salpica de lleno al PSOE, o la reedición del manido argumento de “y tú más”, como si una infamia pudiera compensar otra. Este tipo de dinámicas no están orientadas a la justicia, sino a la preservación del sistema mediante la neutralización simbólica de quienes fueron, en su momento, piezas clave del engranaje.

No existen excusas válidas para este tipo de prácticas. Ni el pasado político del imputado ni la gravedad de los delitos que se investigan pueden justificar una instrumentalización del aparato judicial y mediático para fines espurios. Moral y democráticamente, estas estrategias son reprobables. No hay causa superior que legitime la vulneración sistemática de derechos ni el uso del Estado como herramienta de manipulación y venganza. Permitirlo, ampararlo o callarlo es participar, aunque sea por omisión, en la degradación de la democracia.

En este contexto, las reformas legales que se están proponiendo no solo no ofrecen una solución, sino que probablemente contribuirán a consolidar esta perversa forma de hacer política. Se pretende instaurar un sistema de acceso a la judicatura sin control alguno sobre la formación ni las capacidades reales de quienes lo integren; se busca dejar la instrucción penal en manos de una Fiscalía jerárquicamente subordinada al poder ejecutivo; se impulsa la supresión fáctica de la acusación popular, uno de los pocos mecanismos de control ciudadano en los procedimientos penales y, como si estos cambios legislativos no fuesen suficiente, se pretende un control mediático absoluto, control sustentado, entre otras cosas, en la coacción editorial. Todas estas reformas, bajo apariencia técnica y regeneradora, suponen en realidad un blindaje del poder y un vaciamiento del Estado de derecho.

Se sustituye el principio de responsabilidad por el de obediencia. Se convierte al Estado en una herramienta opaca, manejada desde despachos que nadie controla y que responden únicamente a intereses de partido. Y se desarma a la sociedad civil de los mecanismos necesarios para defenderse frente a esos abusos.

No hay causa superior que legitime la vulneración sistemática de derechos ni el uso del Estado como herramienta de manipulación y venganza. Permitirlo, ampararlo o callarlo es participar, aunque sea por omisión, en la degradación de la democracia

Durante más de una década, el independentismo catalán ha sido víctima sistemática de estas prácticas. Se fabrican pruebas, se orquestan campañas mediáticas, se presiona a fiscales y jueces, se manipulan informes y se vulneran derechos fundamentales. La represión no es un accidente: es una estrategia sostenida, validada por amplios sectores del Estado y del sistema político español.

Lo más grave es que esa represión continúa, bajo otras formas, con otros protagonistas, pero con los mismos fines. A veces más burda, a veces más elegante o sofisticada. A veces con la excusa de la legalidad, otras con la excusa de la convivencia. Pero siempre con la lógica de silenciar, destruir o aislar al adversario. Ni el cambio de partido en el Gobierno, ni las promesas de regeneración democrática han servido para frenar esta dinámica.

La política no puede convertirse en una lucha de dosieres. La verdadera política es confrontación de ideas, no guerra de cloacas. Los estándares éticos que se están evidenciando estos días —con el descubrimiento y validación mediática de las cloacas del PSOE— no permiten augurar un proceso de regeneración democrática, sino una fase más avanzada de putrefacción institucional. Una degradación que ya no es una patología, sino el reflejo del funcionamiento normal del sistema.

Estamos ante un fenómeno incompatible con la democracia. No es una crisis coyuntural, ni un exceso de poder puntual. Es la consolidación de una cultura institucional basada en la mentira, el chantaje y la represión selectiva.

Ante esta realidad, no caben las equidistancias ni las excusas. O se está del lado de quienes denuncian, resisten y defienden principios democráticos —incluso cuando no coinciden con nuestras ideas políticas—, o se está del lado del sistema que encubre, manipula y persigue. No hay término medio. La neutralidad ante la injusticia siempre favorece al opresor.

Se requiere un nuevo paradigma institucional que repudie las prácticas del pasado, abra espacios reales al pluralismo político y reconstruya la legitimidad desde la ética pública, el respeto a los derechos fundamentales y la verdad

Y aquí es donde muchos han fallado. En el momento en que las cloacas cambiaron de color, algunas conciencias críticas se silenciaron. Donde antes veían escándalo, ahora ven oportunidad. Donde antes pedían responsabilidades, ahora callan. Pero la coherencia democrática exige lo contrario: denunciar las cloacas, vengan de donde vengan; exigir justicia, caiga quien caiga; y defender los derechos fundamentales, siempre.

No podremos mirar al futuro sin enfrentarnos a este pasado que todavía es presente. Sin depurar responsabilidades. Sin asumir que no hay regeneración posible sobre la base de la mentira. Sin comprender que las cloacas no son un recurso político, sino un cáncer institucional.

La confianza ciudadana en las instituciones se ha quebrado. Y solo la verdad, la transparencia y una justicia auténtica —no instrumental— permitirán empezar a reconstruir lo que este sistema ha destruido.

Pero sería un error monumental pensar que esta situación puede sostenerse indefinidamente o que basta con sustituir un modelo viciado por otro revestido de novedades retóricas, pero sin cambios estructurales reales. Ni el continuismo disfrazado ni la teatralización del conflicto político —como esas mociones de censura que se anuncian con estruendo, pero sin propósito transformador alguno— son soluciones viables. Más bien representan la perpetuación del deterioro mediante una gran gesticulación, que alimenta el hartazgo social y debilita aún más las bases del sistema democrático. Lo que se requiere no es una reconfiguración cosmética del poder, sino un nuevo paradigma institucional que repudie las prácticas del pasado, abra espacios reales al pluralismo político y reconstruya la legitimidad desde la ética pública, el respeto a los derechos fundamentales y la verdad. Sin ese horizonte, cualquier reforma será solo otra forma de consolidar la putrefacción.

Hasta entonces, cualquier discurso democrático será una impostura. Y cualquier silencio, una forma de complicidad.