Catalunya vuelve a quemar. Escribo esto el martes por la mañana, con el incendio todavía fuera de control. El fuego se inició cerca de Paüls y se encabritó por el viento que empujaba por Els Ports, entre el Baix Ebre y la Terra Alta. Desgraciadamente, cada vez que hay un incendio —o un desastre natural de cualquier tipo, o una tragedia en general— fuera del AMB o fuera de aquellos territorios donde el AMB tiene algún tipo de interés, se evidencia que existe una parte del país que tiene una idea muy pequeña y muy empobrecida del país que habita. Que tiene un conocimiento muy pobre del país en términos territoriales y geográficos, quiero decir. Y que esta falta de alfabetización topográfica bebe, en realidad, de un desinterés que, en el peor de los casos, es un menosprecio. Hay quien piensa el país en términos totales y hay quien, consciente o inconscientemente, piensa el país con un traspaís adjunto. Resulta difícil decir si un imaginario nacional escuálido es la causa o la consecuencia de este planteamiento. O son ambas cosas, a la vez. El caso es que, cuando se trata de un incendio en las Terres de l'Ebre —o en Pinell de Solsonès, hace pocos días, o en Torrefeta i Florejacs, en la Segarra—, el ciudadano medio reacciona tarde, desorientado y con una preocupación selectiva y desigual. Esta reacción no se traduce solo en la manera en que observamos y nos explicamos el país, no es solo un desequilibrio inmaterial: tiene una traducción práctica que afecta directamente a la vida de quien no vive en el "centro" macrocefálico de Catalunya.

En el caso que nos ocupa, el del incendio de Paüls —que por alguna razón que no he terminado de entender, la consellera de Interior se empeña en llamar "Paülls"—, la evidencia de que esto que escribo es tal como lo explico es el sesgo informativo. Durante la noche del lunes al martes, en la que el incendio ha quemado con más violencia, la televisión pública del país no emitió ningún tipo de seguimiento especial. Los catalanes de la zona afectada —los términos y núcleos entre Paüls, Alfara de Carles, Els Reguers, Bítem, Santa Rosa, Tivenys y Xerta, como mínimo— tuvieron que pasar la noche con las llamas en la puerta sin ninguna otra información actualizada que la que ofrecieron medios locales. Estamos hablando de una Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals que mandó equipos a la guerra de Ucrania, o que enseguida hace las maletas para seguir las elecciones estadounidenses con un Starbucks en la mano.

Existe una parte del país que tiene una idea muy pequeña y muy empobrecida del país que habita

Estamos hablando de un servicio público de información que, habiendo abandonado su propósito fundacional y habiendo perdido los puntos cardinales que la orientaron de entrada, ha abandonado a una parte de los ciudadanos del país. Si el modelo centralista funciona como un pez que se muerde la cola —parte de una idea pequeña y pobre del país que, a la vez, alimenta—, el canal desde el que se promueve esta idea que conforma y afianza el modelo en cuestión hace de vehículo de la espiral tóxica. Hay un modelo económico, territorial y político que divide el país y ofrece un trato desigual a sus ciudadanos. Hay un modelo económico, territorial y político que hace ciudadanos de primera y de segunda. Y hay un aparato de información pública que, siendo engordado con el dinerito de todos los ciudadanos que hacen Catalunya, a la hora de la verdad, solo les sirve parcialmente sin ninguna reflexión previa aparente sobre la desigualdad que remacha. Esta es la constatación práctica de un imaginario de país y de una conciencia nacional parcial, desdibujada y superficial. Y esta constatación práctica tiene por consecuencia el empeoramiento del nivel de vida de aquellos que no son beneficiados por el sistema, de los desprotegidos que pasan la noche desvelados con el corazón en un puño y el humo filtrándose por las ventanas.

Este aparato centralista y centralizador funciona con tanta eficiencia que, efectivamente, resulta difícil hacer un corte limpio entre causas y consecuencias. Resulta difícil saber cuál es el punto de partida, dónde empieza la idea y dónde empiezan los hechos, y de qué manera los hechos afectan a la idea y viceversa. Causas y consecuencias, no obstante, apuntan a la misma dirección: estamos ante un país que se ha perdido de vista. Que ha perdido la capacidad —sea por falta de autoestima y autoodio, por acomplejamiento, por desconfianza institucional, por desafección política, por una descatalanización que lo asola todo— de pensarse. De plantearse ambiciosamente, sobreponiéndose a cobardías y amenazas, qué quiere ser. De utilizarse a sí mismo para ubicarse en el mundo. De orientarse siguiendo unos puntos cardinales propios para entender qué pasa dentro y fuera él mismo. De ser su propio centro de gravedad. Todas estas descripciones pseudofilosóficas tienen una o muchas manifestaciones concretables en qué significa ser nacionalmente catalán y vivir en Catalunya. Hoy es la falta de información durante un incendio; mañana es una falta de referentes que nos dificulta entender cuál es la historia que nos hace; pasado mañana es un impedimento para responder las grandes preguntas que hoy mueven el mundo y comprender en qué grado nos afectan. Desnacionalizar el país, disolver su imaginario y renunciar a observar, ahora sí, la Catalunya entera, es sinónimo de una vida política y material peor. Desgraciadamente, ni la televisión ni la radio pública del país, aun teniendo el propósito de revertir esta dinámica como objetivo fundacional, parece que estén dispuestas a hacerlo.