No puede haber regeneración sin una investigación exhaustiva. No puede proponerse limpieza sin antes haber rastreado cada mancha, cada conexión, cada estructura que permitió la corrupción. No basta con proclamar reformas: hay que desinfectar. La única prueba real de voluntad regeneradora es la que exige sacar a la luz todos los hechos, depurar todas las responsabilidades y desmantelar todas las redes. Esa es la auténtica prueba del algodón. Todo lo demás es ruido, coartada o simulacro.
En este contexto resulta grotesco —por no decir insultante— que un Gobierno salpicado por una maraña de casos de corrupción pretenda erigirse como arquitecto de la integridad institucional. Pedro Sánchez ha anunciado un ambicioso “Plan estatal contra la corrupción”, con quince medidas supuestamente orientadas a combatir uno de los mayores males de la democracia. Pero el mensaje parte del lugar equivocado, en el momento equivocado y con herramientas inadecuadas. Lo que se presenta como regeneración es, en realidad, una operación de blindaje preventivo, disfrazada de reforma.
El problema de fondo es claro: no puede combatirse la corrupción desde dentro de la corrupción. No pueden impulsarse reformas estructurales si no se ha esclarecido previamente el alcance de las prácticas ilícitas que afectan al propio poder que promueve esos cambios. La lógica del buen gobierno exige una secuencia básica: primero se investiga, luego se sanciona y solo entonces se reforma. Aquí, en cambio, se pretende legislar sin haber depurado, rediseñar sin haber comprendido, diagnosticar sin haber hecho la autopsia.
Una de las propuestas más alarmantes, también insistente, es la pretensión de entregar la instrucción penal al Ministerio Fiscal. En abstracto, podría debatirse como parte de la modernización del proceso penal. Pero en el contexto actual, dicha reforma es inaceptable. La Fiscalía española carece de independencia real y su actual cúpula está jerárquicamente subordinada al Ejecutivo. El Fiscal General del Estado, nombrado directamente por el presidente del Gobierno, no posee ni autonomía funcional ni distancia institucional. Entregarle el timón de la investigación penal a ese órgano es convertir al acusado en investigador, al sospechoso en fiscal. Es, en definitiva, una operación de captura institucional.
Otras medidas del plan también esconden graves peligros bajo una apariencia de innovación o cumplimiento europeo. La creación de una “agencia de integridad pública” se presenta con retórica modernizadora, pero en realidad podría institucionalizar un órgano complaciente, legitimador, sin capacidad de fiscalización real. En España, la experiencia con órganos supuestamente independientes demuestra que el diseño no garantiza la funcionalidad: el CIS, la CNMC o, incluso, el propio Consejo General del Poder Judicial han sufrido capturas políticas. Cuando los nombramientos dependen del Ejecutivo o sus mayorías, la autonomía es nominal y la imparcialidad, una simulación.
El uso de inteligencia artificial para detectar patrones de fraude en la contratación pública es otro ejemplo de innovación que esconde veneno. Bajo el ropaje de la eficiencia algorítmica, se introducen mecanismos de control opacos, no auditables, no impugnables. La automatización de la sospecha erosiona el principio de legalidad, el derecho a la defensa y la presunción de inocencia. En una democracia, no puede permitirse que un código fuente secreto determine el destino de contratos, empresas o personas sin transparencia ni responsabilidad. La digitalización no puede convertirse en una coartada para suprimir garantías.
Asimismo, el plan incluye la imposición obligatoria de programas de compliance para las empresas contratistas. Una medida que, sin regulación precisa y fiscalización posterior, puede funcionar como barrera de entrada para pymes, dejando el terreno libre a grandes operadores con capacidad para simular el cumplimiento formal. El riesgo de convertir el compliance en un ritual vacío es elevado: sin auditorías reales ni verificación efectiva, las medidas se convierten en simulacros. Y los simulacros, como se sabe, alimentan la impunidad.
Permitir al Gobierno de Sánchez diseñar la arquitectura institucional de la integridad democrática equivale a pedirle al zorro que diseñe el sistema de seguridad del gallinero
Más preocupante aún es la pretensión de legalizar el decomiso administrativo sin condena penal previa. La posibilidad de incautar bienes por vía administrativa, sin sentencia firme, vulnera frontalmente la presunción de inocencia, la tutela judicial efectiva y el principio de legalidad penal. Se trata de trasladar al ámbito administrativo una potestad, típicamente penal, con menos controles, menos requisitos y menos posibilidad de defensa. En la práctica, es una forma de castigo sin juicio, de pena estratégica, de sanción preventiva contra el adversario político o el sospechoso incómodo.
Del mismo modo, la idea de establecer listas negras de empresas “condenadas por corrupción” encierra una enorme ambigüedad. ¿Qué criterios se utilizarán? ¿Qué órganos decidirán? ¿Con qué recursos? ¿Qué garantías existirán para evitar errores o abusos? La normativa europea exige resoluciones firmes, motivadas y revisables. La exclusión preventiva sin sentencia firme vulnera el Derecho de la Unión y la Constitución española. Convertir a la administración en juez y verdugo no solo es inconstitucional, es profundamente peligroso.
Otra medida de discutible constitucionalidad es la propuesta de sancionar a partidos políticos que mantengan en sus listas o estructuras a personas condenadas. Aunque razonable en abstracto, en la práctica puede devenir en instrumento de represión política. La responsabilidad penal es personal. Castigar financieramente a una formación por una sentencia aún recurrida o no firme puede suponer una inhabilitación indirecta de candidaturas, contraria a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. No todo vale para parecer implacable: también la forma es parte de la justicia.
El Gobierno insiste en presentar este plan como resultado del consenso europeo, pero eso no es cierto. Ni la Comisión Europea ni el GRECO han solicitado decomisos sin juicio, agencias sin independencia ni concentración del poder instructor en manos del fiscal del Gobierno. Lo que Europa reclama es transparencia, independencia judicial y rendición de cuentas. Presentar este conjunto de medidas como “cumplimiento europeo” es una forma de manipulación institucional. Europa pide garantías, no propaganda.
La gran pregunta sigue sin respuesta: ¿cómo puede diseñarse un sistema de integridad desde el corazón de un sistema que no ha querido investigarse a sí mismo? ¿Cómo puede construirse una nueva arquitectura ética sin haber demolido la anterior? Mientras no se conozcan todos los hechos, los nombres, las tramas y las coberturas, cualquier reforma será mera escenificación. No se puede inmunizar una democracia contra la corrupción sin conocer con precisión el virus que la corroe. No se puede regenerar sin descomponer. No se puede rediseñar lo institucional sin haber hecho justicia.
Permitir al Gobierno de Sánchez diseñar la arquitectura institucional de la integridad democrática equivale a pedirle al zorro que diseñe el sistema de seguridad del gallinero. No es solo una imprudencia: es una rendición ética. El problema no es técnico. Es político. Es moral. Se llama impunidad.
Primero, pongamos el contador a cero: investiguemos todo, hasta las últimas consecuencias. Solo entonces podrán abordarse las reformas. Solo entonces se podrá hablar de regeneración. Antes de eso, todo es coartada, simulacro o farsa, en una desesperada búsqueda de la impunidad.