Aunque Catalunya es una nación milenaria, es un hecho que desde la debacle de 1714 ha quedado reducida, gracias a las oleadas represivas españolas, a una especie de diputación grande, una región tutelada, minorizada y bajo sospecha permanente. Ergo, lo que diríamos una colonia. Y con respecto al presente, nuestra soberanía actual es la propia de una autonomía de segunda, que sufre una sangría económica insufrible, no puede tomar ninguna decisión que sea fundamental para sus ciudadanos y está bajo el control represivo de los órganos judiciales.

Después de más de ciento cincuenta años de reanudación de la lucha nacional, con la Renaixença, la Mancomunitat y la recuperación de la Generalitat, todo el esfuerzo ingente de generaciones ha sido desperdiciado una y otra vez. Es evidente que el objetivo de España es la desaparición completa del hecho nacional catalán, y contra este objetivo nos hemos levantado múltiples veces, pero también lo es que, en estos momentos, estamos encapsulados en una arquitectura política que no va mucho más allá de una concepción regional. Y, por mucha retórica a cuatro duros que nos venda el tactismo partidista, no hay ningún indicio, en ningún sentido, que permita creer que los poderes políticos y fácticos del Estado acepten que Catalunya vaya más allá. Al contrario, todos los indicios —sean rojos, azules, violetas o multicolor— van en la dirección contraria. Lo sabíamos en 2017, cuando intentamos el proceso de independencia, y lo sabemos perfectamente ahora, por muchos giros estratégicos que hayan dado algunos, sea por miedo, por fatiga o por interés.

El último viaje "presidencial" es paradigmático de la minorización de la presidencia, totalmente alejado de los viajes de altura que hicieron sus predecesores, sometido a las directrices de los estamentos españoles, que han tutelado los detalles, las visitas y las fotos

Sin embargo, dentro de esta devaluación drástica de nuestra soberanía, siempre ha habido una institución que, incluso vaciada de poder, no ha dejado de simbolizar el anhelo nacional: la presidencia. Si hay algo importante para los catalanes, eso es la presidencia de la Generalitat, quizás porque es la única institución que nos recuerda a una nación completa. Precisamente por esta carga simbólica, su devaluación, fruto de la chapucería política, o la falta de coraje, o sencillamente la poca altura de quien la ostenta, es un desastre que no nos podemos permitir. Lo tenía muy claro Tarradellas, que sabía que solo tenía la presidencia, pero que aquello lo podía ser todo. Lo tuvo siempre claro Pujol, que ostentaba el cargo con ínfulas de jefe de estado, a pesar de la precariedad de la soberanía que realmente gestionaba. Y después de él, tanto Maragall como Mas fueron ejemplos de presidentes que llenaban el cargo con coraje, más allá de su fuerza real. Montilla también lo hizo, por lo menos mientras fue president —y no después, cuando la devaluó—, Torra intentó gestionar la covid como si fuera un primer ministro, y Puigdemont elevó la presidencia a categoría de dignidad internacional, con su gestión del exilio como lucha persistente. Es decir, la mayoría tuvieron claro que, si no había poder, como mínimo había presidencia. Este sentido de dignidad de la institución se rompió, de forma estrepitosa, cuando Montilla decidió hacer de senador y después arrastró el cargo de Molt Honorable President por el lodazal del consejo de administración de una energética, con cuyo dirigente tenía vínculos personales. Es, sin duda, el momento más bajo, más triste, más chapucero de la Generalitat recuperada, porque lejos de preservar la institución, y su carácter de máxima autoridad de nuestro país, convirtió la presidencia en un mero cargo político, útil para medrar personalmente y disfrutar de puertas giratorias.

Sobra decir que todo ello no implica que los respectivos presidentes hayan estado siempre a la altura, y el caso de Jordi Pujol, a raíz de su confesión y el escándalo consecuente, es el más evidente; pero la cuestión no es lo que han hecho como políticos, buenos, malos, regulares, sino cómo han tratado la presidencia que ostentaban, y Pujol, con respecto a la institución, tuvo siempre sentido de estado. De aquí vienen los males de la presidencia actual, ostentada por Pere Aragonès: el permanente bajo techo. Es decir, desde el primer momento no ha entendido que la presidencia era un símbolo nacional, y ha actuado como si solo fuera un mero presidente autonómico. Ha sido así en todas las relaciones con Madrid, o cuando ha tenido algún encuentro o cumbre, siempre aceptando humillaciones y con un comportamiento de servidumbre que espanta en un republicano y que ni Montilla, siendo dirigente del PSC, tuvo mientras gobernaba. El último viaje "presidencial" es paradigmático de esta minorización de la presidencia, totalmente alejado de los viajes de altura que hicieron sus predecesores, sometido a las directrices de los estamentos españoles, que han tutelado los detalles, las visitas y las fotos. Si me permiten la poco humilde autorreferencia, cuando he viajado a título individual a Argentina y a Uruguay, he tenido entrevistas con cargos de primer nivel y con los mismos presidentes del país, y sin tutela de la embajada de turno... y yo no soy nadie...

¿Era necesario hacer un tour tan penoso del president de la Generalitat? Puedo entender las dificultades a la hora de organizar un viaje de nivel, pero lo que no puedo entender es que, para poder hacer el viajecito, se acepte que la presidencia de la nación catalana quede reducida a un tour de "coros y danzas regionales". Porque entonces quien se empequeñece no es quien ostenta el cargo, sino la institución que representa, y ya hace demasiado que se está degradando a base de reducirla a la irrelevancia.

Lo repito: solo tenemos la presidencia. O se la reviste de dignidad, o no nos queda nada.