Conocí a Lluís Prenafeta cuando, hará cosa de tres lustros, mis amigos Graupera-Punsoda-Vila me introdujeron a los actos que la Fundació Catalunya Oberta celebraba de vez en cuando en el Majestic. Yo acababa de volver de Nueva York porque no había tenido bastantes cojones ni paciencia para hacerme yanqui del todo, con el flequillo lleno de un cosmopolitismo de tres al cuarto y mucha desconfianza hacia el mundo convergente (en casa, mi padre siempre se había reído bastante de Pujol y toda la mística xiruquera del nacionalismo tribal). Cuando irrumpí en aquel entorno, y más todavía viniendo de América, los ancianos panzudos de la vieja CiU me parecieron extraterrestres de otro planeta. Todos menos Lluís Prenafeta, que me sedujo rápidamente con su honesta filia por todo aquello que venía de Italia y una noción crudamente descarnada de todas las ideas que remueven el concepto de poder político.

Lluís me permitió escribir unos artículos bastante mediocres en el boletín de la Fundación (donde yo fingía un patriotismo que no tengo y donde me dejé cautivar por la astucia juiciosa de Artur Mas; ya veis si era de imbécil) y, tiempo después —cuando nos cogimos confianza—, me invitaba a menudo a comer con Jordi, Enric o Anna. Nuestras conversaciones se hacían cada vez más ágiles y personales, con lo cual los menús a tres se convirtieron en comidas cara a cara que valían toneladas de oro. Primero, porque Prenafeta era el palo de pajar de una cultura política que yo solo había vivido de oídos y, paralelamente, porque me parecía de las pocas personas de su mundo que había pagado el precio de su ideología. A su vez, yo no conocía a ningún cortesano tan despierto como él, que pudiera citar de memoria cualquier fragmento de mi adorado Maquiavelo y que guardara la obra completa de Pla en el encéfalo.

Mientras yo me iba haciendo independentista, Lluís tiraba de la antropología gazielesca para recordarme (como hizo siempre Pujol) que a la única pretensión a la que podrían llegar nunca los catalanes es sobrevivir al tsunami guerrero-cultural de Castilla. Yo se lo refutaba con toda la épica argumental que nos llevó a los hechos del 2017, y, cuando más me entusiasmaba, su sonrisa astuta se iba dibujando más felina. Quizás Lluís, a diferencia de un servidor, conocía demasiado bien el espíritu de los supuestos revolucionarios que nos condujeron al 1-O para confiar en su heroísmo de poca monta. Nos discutíamos mucho y nunca llegábamos a buen puerto, pero, cuando la sangre se acercaba al río, volvíamos a firmar la paz compartiendo el vicio de un puro. Nos cascamos unos cuantos a nuestra salud y, por mucho que pase el tiempo, no podré olvidar como llenábamos de humo el almacén de Isidre, alla maniera de los padrinos eminentes.

Prenafeta y servidor nos entendíamos porque éramos de los pocos catalanes que creen imprescindible separar el ámbito de la ética y la cosa pública

A pesar de las putadas surgidas de su partido, que lo dejó en bolas cuando los españoles fueron a cazarlo para avisar a Jordi Pujol de que lo tenían bajo control, nunca oí Lluís renegar del espacio que había creado, a pesar de la mediocridad supina de sus sucesores. También me sorprendía su fidelidad a prueba de balas hacia "su" Muy Honorable, a quien rindió homenaje hasta el último átomo de vida; a pesar de pensar que su confesión (expiación) había sido un error político descomunal. Prenafeta y servidor nos entendíamos porque éramos de los pocos catalanes que creen imprescindible separar el ámbito de la ética y la cosa pública. Y también porque, a pesar de nuestro talante diferente, nos encantaba reírnos de las mismas cosas. Ahora hacía tiempo que no nos veíamos, porque Lluís parecía cansado y quizás habíamos gastado la lista de escarnecidos.

Lluís Prenafeta era uno de los mejores conversadores del país, un político de primer orden y mirada europea (en una nación donde, por mucho que nos pese, no sabemos andar mucho por el mundo civilizado) y un soldado que sabe lo bastante bien que, en un entorno de guerra, a la política no se viene a hacer amigos ni a convertirse en un profeta moral. Él nos arregló la base de la máquina, tragándose muchos sapos y quien sabe si tramando fechorías, para que nosotros podamos seguir fumándonos la vida. No creía en la liberación de la tribu, ni puta falta que hace, porque a mí me dio muchas más herramientas para seguir creyendo en ella que para renunciar al despertar de la nación. Guardó la ironía hasta el final; de hecho, te has muerto un día después del Papa, querido, porque no debiste querer coincidir en nada con un comunista. Te echaré de menos, caro Lluís. Ninguno de los dos creíamos en el cielo; pero, de existir, espero que se hable italiano y haya toneladas de humareda.