Cualquier lector habrá podido comprobar como una de las particularidades de esta campaña electoral es que los políticos dan los mítines habituales pero con una audiencia escasísima de público. En Barcelona el hecho es tan notorio que la mayoría de candidatos se han acostumbrado a reproducir una especie de ruedas de prensa en que el tono y el volumen son los típicos de dirigirse a las multitudes, aunque a los alcaldables solo les estén escuchando un grupo de periodistas. Ni los principales big names de la política catalana han podido mitigar esta deserción y este año es del todo posible asistir a un discurso de Pere Aragonès, de Artur Mas o de la mayoría de antiguos presos políticos ante poco más de tres hileras de oyentes. A todo ello hay que sumar la presencia casi nula de carteles electorales en las calles. Resumiéndolo con un titular: ni los políticos quieren ver a la gente ni los conciudadanos tienen ganas de mirárselos.

El spin doctor de turno nos podrá decir que las campañas electorales han cambiado y que la estampida de las nuevas tecnologías ha puesto en crisis el hecho de ver cualquier cosa de manera presencial. Eso puede tener alguna cosa de verdad, pero, justamente gracias a estos trastos, somos capaces de viajar fácilmente a otros lugares del mundo (Estados Unidos, por ejemplo) y comprobar como los rally están llenos a tope. El caso catalán es bien particular, primero, porque la mayoría de conciudadanos ya van admitiendo que la generación forjada por los políticos que van de la reivindicación del Estatut de 2006 al acatamiento del 155 ya está absolutamente amortizada. Se vote verde o se vote amarillo, nadie puede discutir que Junqueras cambió los indultos por un independentismo sin rupturas, ni que los políticos de Junts, ahora tan unilaterales, en hipotéticos instantes de tensión como los de 2017 seguirían emulando los errores y la cobardía de Puigdemont. Esto está visto para sentencia y ya hay poco más que decir.

La abstención pone entre paréntesis cualquier tipo de chantaje y resulta un acto plenamente cívico que contrasta con la antipolítica militante de los partidos

Durante muchos años, el voto ha sido la metáfora más eficiente del soberanismo. Lo fue cuando tres o cuatro plumas del país empezamos a inocular la idea de un referéndum de independencia (y la mayoría de los políticos, periodistas y autoridades académicas de Catalunya nos trataban de chalados), pero también cuando apostamos por la CUP para recordarle a Artur Mas que su frivolidad de astucia tenía un límite o por Esquerra cuando tocaba engordar la barriga de Junqueras a fin de que muchos de sus electores vieran que, por mucha retórica incendiaria que vomitara, acabaría vendiéndose el chiringuito por cuatro duros. Yo que favorecí y promoví todo esto que os cuento (incluso en tiempos en que si enmendabas la conducta de los presos políticos en las tertulias, los compañeros te acusaban a la cara de mala persona), creo que la fuerza del voto ha perdido cualquier capacidad de transformación posible.

Ahora que los políticos hacen campañas sin votantes (fijaos también en los spots electorales del procesismo; la gente no aparece ni por casualidad), es hora de devolverles la jugada con la abstención. Dejar de votar a los políticos que han incumplido todos los mandatos populares desde el 1-O no es solo un acto de justicia retributiva perfectamente equitativo. También es una forma de hacerles ver a los partidos que la lucha independentista puede continuar a pesar de su alevosía. Hoy por hoy, abstenerse de votar es un acto mucho más poderoso que ponerse una pinza en la nariz o acudir a las urnas porque el alcaldable Josep Maria es muy buen chico y resulta que nos ha prometido una piscina municipal la mar de necesaria en tiempos de cambio climático; la abstención pone entre paréntesis cualquier tipo de chantaje y resulta un acto plenamente cívico que contrasta con la antipolítica militante de los partidos.

Entiendo que sea difícil digerir que se puede hacer política sin los caminos tradicionales de su expresión y también que vivas con dolor quedarte en casa cuando te has roto la cara, literalmente, por la existencia de las papeletas. Pero si te importa el sistema democrático, no puedes seguir apoyando a una gente que, de un modo bastante visible, prefiere no mirarte a los ojos y seguir hablando sola. Sé que hace daño, pero todo lo que vale la pena también implica algún golpe.