Conocí a Plàcid Garcia-Planas hace un año, coincidiendo con una reedición de los artículos ingleses de Augusto Assía, Cuando Yunke yunke. Cuando Martillo martillo. Me citó para preparar una crítica del libro, y para preguntarme porqué un volumen que yo había dedicado al famoso corresponsal unos años antes -Salt a la foscor- no aparecía ni en la bibliografía citada, ni en las críticas publicadas en la prensa española. 

La pregunta me hizo sonreir. Me gusta la capacidad que tiene Garcia-Planas para hacer buenas preguntas sin perder el candor. En aquel encuentro comentamos el prólogo del libro, firmado por el escritor anglófilo Ignacio Peyró. Elogiado sin matices en todos los diarios, confundía al espía Garbo con un falangista murciano que había sido miembro de la FAI antes de convertirse en el jefe de prensa y propaganda de la Junta de Burgos durante la Guerra Civil.

Nos llamó la atención que Joan Pujol, el espía que salvó a los aliados en Normandía -y que venía de una familia catalanista de la calle Muntaner-, fuera confundido con el Juan Pujol que mandó Augusto Assía a decir a Gaziel que si entraba en el bando nacional “sería recibido con un piquete de fusilamiento”. Comentamos que estas confusiones suelen darse en el Estado español. Hablamos de Fèlix de Azúa. Como era previsible, había calificado el prólogo de excelente, en un artículo flatulento publicado en El País.

Durante la charla, Garcia-Planas abrió una bolsa y me dio un libro y un juego de fotocopias para que los leyera tranquilamente en casa. Las fotocopias recogían artículos del mismo Assía criticando ferozmente al Reino Unido y vaticinando la victoria de los nazis en la guerra. Teniendo en cuenta que Assía fue el periodista mejor pagado del régimen franquista y que todavía pasa por un aliadòfilo lúcido y heroico, el hallazgo no estaba nada mal. La sorpresa importante, sin embargo, me la dio el libro. 

Ahora hace un par de años Garcia-Planas publicó, con Rosa Sala, El marqués  y la esvástica. La obra es un reportaje de investigación sobre los negocios que el escritor César González-Ruano hizo con el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque algunos periódicos le dieron la espalda, la obra tuvo un gran impacto. Hasta entonces, el premio de periodismo en español por excelencia, el más internacional y bien pagado, llevaba el nombre del periodista nazi. Ahora no sé cómo lo han bautizado. 

Garcia-Planas trabaja en la sección de internacional de La Vanguardia y estos hallazgos los ha hecho en el tiempo libre. El oficio lo ha llevado a cubrir la desintegración de Yugoslavia, la guerra del Golfo y el entierro de Jomeini. Ahora está a punto de publicar un libro sobre el último cargo vivo de la España de la Segunda República: una catalana centenaria afincada en Madrid que, naturalmente, es independentista. Si hasta ahora se ha dedicado a coser el pasado y el presente fuera de las horas de trabajo, es probable que como nuevo director del Memorial Democràtic nos dé más de una sorpresa. De entrada, su nombramiento ya ha dejado un silencio incómodo entre polillas viejas del sector acostumbradas a aplaudirse entre ellas. 

Un ejemplo (europeo) de respeto a la memoria histórica. 
La memoria de alguna gente del este de Ucrania. Un año y medio después de que un misil derribara a un avión de Malaysia Airlines con 298 personas a bordo, siguen poniendo espontáneamente ositos de peluche allí donde cayó del cielo un osito de peluche, ponen libros allí donde cayó del cielo un libro. La naturaleza descompone los objetos y la gente los repone allí donde cayeron. 

Un ejemplo (europeo) de ultraje a la memoria histórica. 
Las estatuas que quedan en Bélgica en honor al rey Leopoldo II. ¿Cuántos millones de congoleños murieron por su codicia en la explotación de caucho? ¿Cinco millones? ¿Diez millones? ¿Podemos permitir este tipo de honor en el corazón de Europa?

¿Quiere decir que si preservamos estos monumentos intoxicamos nuestras decisiones políticas? 
Quiero decir que la memoria histórica tiene que ver con la justícia. Y que esto está por encima de la política y los partidos. 

¿Qué se aprende sobre la memoria trabajando de corresponsal de guerra? 
Que la memoria no es como la energía, y que ni se crea ni se destruye. La memoria se crea y se destruye. Yo estaba en Sarajevo el día que los serbios bombardearon la biblioteca. Me acerqué al edificio en llamas y vi que, como si fuera un volcán, salían miles de trocitos de papel quemado. Los trocitos de papel bajaban del cielo flotante. A medida que iban bajando, yo me colocaba debajo del papel para intentar ver, a través del sol, lo que había escrito: la tinta quema de otra manera y se podían ver letras y palabras. Aquellos papeles ya no están. Pero su ausencia, paradójicamente, se ha convertido en memoria. Lo tiene la memoria: a veces vuelve de la manera más insospechada.

A la gente no le gusta que le indentifiquen con los perdedores

¿No tenemos más posibilidades de ser felices sin memoria? 
¿Tenemos más posibilidades de ser felices borrando la palabra infelicidad del diccionario? ¿Somos más felices no pensando en el dolor y la muerte? La memoria es un espejo: nos dice lo que somos. Podemos, claro está, no mirarnos al espejo. Pero entonces no sabremos quiénes somos.

¿Para qué sirve la memoria histórica? ¿Para los países, para los gobiernos?
Si ponemos el adjetivo ‘histórica’, no hay una memoria. Hay muchas. Alemanes y franceses todavía no estudian los mismos libros de historia. Gavrilo Princip, el asesino del archiduque, es un terrorista para los musulmanes de Bosnia y un héroe para los serbios. La memoria ‘democrática’, que ya es un concepto mucho más claro, tiene que servir a la gente. Y a un sentido de justicia... esta vez sí: histórica.

¿Los olvidos traumáticos pueden estropear o colapsar la vida política de un país? 
Y también hacerlo más pobre. La Rusia de Putin es un buen ejemplo: ya hace más de diez años colocó de nuevo delante de la sede de la policía en Moscú el busto de Felix Dzerzhinski, el hombre que inventó los gulags.

¿Sacaría a España con la identificación de los muertos de las fosas comunes? 
Mientras haya una sola persona que busque a otra enterrada en una fosa, se tendrá que buscar.

¿Sin la memoria material (edificios, linajes familiares, obras de arte) es posible conservar la memoria? ¿Tiene sentido? 
Pregúntalo a la ciudad de Berlín, donde casi no quedan rastros materiales y lo han llenado de memoria.

¿Por qué ha inspirado tan pocos estudios la destrucción de las ciudades alemanas por los aliados? (A diferencia del caso japonés). 
¿Por sentimiento de culpabilidad? 

¿Por qué hablamos tanto de la persecución de la cultura catalana pero a la hora de la verdad está tan poco seriamente estudiada en las universidades? 
¿Es así? ¿Y si es así, es por complejo? Llevado al extremo, los judíos de Salónica me decían hace unos años que a los jóvenes judíos de la ciudad no les gustaba estudiar su propia historia. No querían saber, por ejemplo, que los oficiales nazis habían construido su piscina con lápidas del inmenso cementerio judío. A nadie le gusta ser identificado con los perdedores. Los perdedores con mayúsculas: Salónica, poco amiga del sionismo, sufrió el índice de muertes mayor del Holocausto: sólo volvieron el 3,5%.

¿Los asesinatos en masa no separaron definitivamente a los judíos de Europa y abrieron una rendija entre el este de Europa y el oeste del continente? 
Los asesinatos en massa golpearon de una manera indescriptible a judíos y gitanos, los dos pueblos que mejor cosían Europa. A otro nivel, también fue una pérdida para Europa la desaparición de las minorías alemanas extendidas por los países eslavos.

Has sido corresponsal de guerra, debes haber visto muchas cosas. ¿Cómo gestionas tu memoria? ¿Cuándo vale más olvidar? ¿Y cómo se tiene que recordar aquello que hace daño?
En el corresponsal de guerra, hay una cosa previa a la gestión de la memoria: es la gestión de las palabras con las que escribes lo que ves. La memoria empieza aquí. Con la selección de las palabras con las que escribes y describes un cadáver, por ejemplo. Porque un cadáver es siempre, como la memoria, un espejo: yo podría estar en el suelo y él podría estar de pie con un boli y una libreta.

Fotos: Sergi Alcàzar