En su último artículo en ElNacional.cat el abogado Gonzalo Boye se preguntaba cuáles son los límites del nacionalismo español a la hora de reprimir las minorías nacionales, y estoy segura de que era una pregunta retórica, no en vano la historia nos ha demostrado que estos límites no existen. Estamos hablando de un nacionalismo reaccionario y violento que, a lo largo de la historia, ha reprimido brutalmente las naciones históricas, ha provocado una guerra civil, ha generado dos dictaduras nacionalfascistas y, en plena democracia, ha asesinado con fondos reservados, ha enviado policías a destruir urnas, ha sentenciado a prisión a dirigentes políticos y civiles, y ha iniciado una cacería masiva contra miles de personas, por su compromiso nacional.

Tanto Euzkadi como Catalunya conocemos en propia carne —y en propia sangre— las brutalidades que España es capaz de cometer cuando se pone en peligro la unidad del Estado, concebido como un principio sagrado, inapelable y, sin paliativos, antidemocrático. Si añadimos que todas las estructuras represivas policiales y judiciales del franquismo se mantuvieron en democracia, sin ninguna depuración, hasta el punto que muchos torturadores recibieron medallas posteriores, el ciclo demoníaco se cierra. España nació como Estado desde una mentalidad de conquista, y, como tal, solo concibe la fuerza, en todas sus variables, para mantenerse. Desde esta perspectiva, que nos hayan espiado masivamente forma parte del manual y, aunque sea de una gravedad enorme en términos de derechos democráticos, es secular la impunidad con la cual actúa el Estado cuando reprime sin contemplaciones.

Sin embargo, que fuera previsible no implica que no pongamos nombres y apellidos al CatalanGate, y analicemos los mecanismos que permiten al Reino de España vulnerar derechos sin despeinarse. Los nombres son claros: el responsable del espionaje masivo no puede ser otro que el Centro Nacional de Inteligencia (CNI), por mucho que salgan en bandada a negarlo desde todos los estamentos españoles, como además hacen siempre. Primero, solo los Estados pueden comprar el software y, además, el CNI ya reconoció que lo tenía "para espiar en el extranjero". (Será que ya nos consideran así?). Segundo, es un software muy caro que obliga a un gasto de millones de euros, de manera que no es imaginable que algún patriota pata negra lo financiara, ni tendría ninguna lógica, cuando los fondos de reptiles ha alimentado siempre las actuaciones represivas fuera de ley. Tercero, no es el primer escándalo de espionaje del CNI en democracia. Recordemos que en 1995 estalló la información de espionaje masivo por parte del CESID (tal como entonces se llamaba), que comportó la dimisión de su director general, el todopoderoso Emilio Alonso Manglano, y las dimisiones —forzadas por CIU— del ministro de Defensa Julián García Vargas y del también poderoso vicepresidente Narcís Serra. La inteligencia militar (no olvidemos que depende de defensa) había espiado durante diez años a todo tipo de periodistas, políticos y empresarios, y la crisis política fue enorme. Finalmente, hay que recordar las palabras que, según se explican en los mentideros de Madrid, habría dicho Alfredo Pérez Rubalcaba en una famosa reunión para confrontar el conflicto catalán: "si nos cargamos la democracia, ya la recuperaremos. Pero si se escapa Catalunya, no habrá manera de recuperarla". Y el axioma se cumplió con precisión: se han cargado múltiples derechos para poder reprimir, juzgar, encarcelar y perseguir el independentismo catalán. En consecuencia, dudar que nos hayan espiado, y quién lo ha hecho, es de una ingenuidad colosal.

España nació como Estado desde una mentalidad de conquista y, como tal, solo concibe la fuerza, en todas sus variables, para mantenerse. Desde esta perspectiva, que nos hayan espiado masivamente forma parte del manual y, aunque sea de una gravedad enorme en términos de derechos democráticos, es secular la impunidad con la que actúa el Estado cuando reprime sin contemplaciones.

Otra cosa es preguntarse si el encargo viene de la Moncloa o es el CNI, amparado en el deep state, quien ha tomado la decisión. Ciertamente, es posible que la mayor parte del Gobierno no supiera nada, y mucho menos los aliados de Podemos, pero parece poco creíble que los ministros de defensa de turno (los de Rajoy y los de Sánchez) no estuvieran informados. O son cómplices de haber permitido el espionaje, y el actual ministro tiene que dimitir por culpabilidad, o no se enteraron, y tiene que dimitir por inútil. Además, si en España la justicia no fuera ideológica y estas acciones no disfrutaran de impunidad, tendría que haber consecuencias penales graves. Pero nada de eso pasará. Ni darán explicaciones (Sánchez ni se ha molestado en tuitear), ni habrá ninguna acción judicial solvente, cuando menos en España.

A partir de aquí la cuestión es por qué un escándalo tan enorme que ha traspasado fronteras (el editorial del Washington Post es demoledor) y ha preocupado al Parlamento Europeo hasta el punto de ofrecerse a revisar los móviles de los eurodiputados, no genera ninguna gran explosión en la política española. La respuesta tiene varias derivadas, pero remite al principio del artículo: el dogma de la unidad de España, por el cual son capaces de traspasar todos los límites de un Estado de derecho. Ahora bien, que lo hagan es una cosa, pero que lo puedan hacer y les salga gratis, es otra distinta, porque entonces hacen falta muchos cómplices que lo avalen. Es decir, si el CNI ha espiado catalanes por sus ideas independentistas (vulnerando su propia Constitución), y eso no produce ningún escándalo, es porque todos los estamentos de control de una democracia quiebran. España es exactamente eso, una democracia en quiebra. Primero, fallan los partidos políticos, monocolores y acríticos, cuando se trata de reprimir el independentismo. Después, fallan los intelectuales españoles, que han dejado de existir de una manera terrorífica: no existen los Jovellanos, ni los Unamuno, ni los Aranguren. Solo hay un grupo de personajes que, en la cuestión de la unidad de España, pertenecen al régimen sin grietas. Obviamente, falla la judicatura, que no actúa desde una perspectiva legalista, sino como si fuera un martillo inquisitorial que cae encima de los herejes vascos y catalanes. Y falla la masa crítica española, tan inexistente, que se queda solo en el sustantivo, despojada de todo adjetivo. Por eso no hay escándalo, porque todos, derechas, izquierdas, centros y extremos, están de acuerdo que España es un dogma bíblico, contra cuyos enemigos tiene que caer la furia divina. El ejemplo: ni Podemos ha hecho ningún gesto mínimamente serio, a pesar de pertenecer a un Gobierno que ha espiado a ciudadanos masivamente. Suerte que estos tenían que venir para superar el régimen del 78, y al final han quedado como meras comparsas.

Hay otro apunte también necesario. Si en el primer escándalo de espionaje, el del 95 con el CESID, se cortó el cuello al director Manglano y cayeron un vicepresidente y un ministro, ¿cómo es que ahora no ha pasado nada? La respuesta es sencilla: ahora los espiados son independentistas, es decir, enemigos de la patria. Pero también hay que añadir que en aquel momento el PSOE dependía de los votos de CIU y Pujol se plantó y exigió la cabeza de Serra, bajo pena de hacer caer el Gobierno. ¿Por qué motivo ERC, que ahora tiene la sartén por el mango, se muestra tan timorata, no utiliza su fuerza y no exige, bajo amenaza explícita, alguna dimisión? Incomprensible, aunque este es un misterio, el de la servidumbre de Esquerra con el PSOE, que no aclaran ni los todólogos del republicanismo.

Finalmente, la triste figura de la parte catalana ante esta destrucción masiva de nuestra intimidad y de nuestros derechos. ¿Hacía falta la foto de unidad que perpetraron Puigdemont y Junqueras, y el resto de líderes civiles y políticos, para decir que, tachán... harían caer al Gobierno, romperían vínculos, romperían... nada, solo pondrían unas denuncias? Quizás habría que ahorrarse estas fotos fake de unidad que solo sirven para demostrar nuestra más absoluta impotencia. Sin estrategia real de unidad, nada de eso es creíble: ni ERC romperá nada, ni ha cambiado nada. La prueba es que, por mucho griterío epicofestivo del president Aragonès, todos los departaments de la Generalitat continúan sus relaciones, con naturalidad, con los ministerios españoles. En España no pasará nada: un nuevo escándalo que quedará en el agujero negro del olvido. Pero el drama es que en Catalunya tampoco ha pasado nada, excepto una cháchara de declaraciones más o menos colorida. Con cada embestida, España está más fuerte, porque demuestra que puede hacer lo que quiere, y le sale gratis. Y con cada embestida, dividida y catatónica, Catalunya demuestra que está más débil. Nos han calado y, descoyuntados y divididos, ya solo nos queda el vacío de la retórica.