Si no estuviéramos en el siglo XXI y en la Europa Occidental, muy probablemente el procés de independencia de Catalunya ya estaría acabado. En otras épocas o lugares, el 1-O, con casi 2,4 millones de personas en la calle (sobre un censo de 5,5 de posibles votantes) habría desembocado en una revolución en toda regla y el resultado habría sido o lo tomas o lo dejas. O independencia o aplastamiento militar.

Por suerte, estamos donde estamos y vivimos en pleno siglo XXI. Estoy convencido de que la victoria caerá del lado de quien sepa leer mejor la situación en toda su complejidad y quien dibuje un horizonte más esperanzador y, sobre todo, creíble, teniendo en cuenta que el factor tiempo se convierte en una variable que, en principio, juega en contra de quien quiere cambiar las cosas. Luchar permanentemente por cambiar las cosas sin conseguirlo acaba generando, tarde o temprano, un efecto bumerán y los que, en el estado español, detentan el poder saben perfectamente que cualquier movimiento que abra la puerta a una negociación puede convertirse en una puerta a la esperanza que dé oxígeno en la otra parte. Están convencidos de que con la estrategia del desgaste (dejar pasar el tiempo y la represión ejemplarizante), tendrán suficiente para dividir al enemigo y acabar ganando. Saben eso y saben que cualquier negociación con el adversario implica un grave peligro: que la división y el enfrentamiento también pase en sus filas, con consecuencias imprevisibles y, en todo caso, negativas para su máximo y casi sagrado objetivo: la unidad de la patria.

Por lo tanto, sólo la parte catalana puede mover ficha. De hecho, si quiere ganar está obligada a moverla y a hacerlo deprisa. El nuevo escenario abierto después de las elecciones del 21-D de 2017 ha cambiado muy poco desde la parte española. De hecho, han cambiado algunos protagonistas y han aparecido nuevos, pero el guion es exactamente el mismo: inmovilismo y mano dura. Y hacer ver que no pasa nada. La parte catalana está mucho más movilizada, aunque quizás no lo parezca o, incluso, aparenta más desorientación que movimiento. Esta parte del escenario se detiene, aparecen nuevos actores en escena y, al menos aparentemente, yendo cada uno a lo suya, de forma desorganizada.

No quiero hacer creer aquello que no es, pero los movimientos de los principales actores empiezan a tener puntos en común y, a veces, se avista un horizonte compartido. Es bien cierto que, rápidamente, surgen nubes que lo tapan de nuevo. Me explico. La unidad estratégica ya parece un concepto asumido por cada vez más actores y, por lo tanto, se convierte en un compromiso compartido. Ahora habrá que llenarlo de contenido. El Consell per la República, despacio, o no tanto —todo depende de si se mira desde la necesidad o de las posibilidades— puede ser una realidad antes de acabar el año. Tener las instituciones básicas sobre las que construir el futuro es esencial, tanto para dirigir las acciones que desarrollen la unidad estratégica como para empezar a dibujar el futuro esperanzador y posible al que antes me refería. Pero disponer de esta nueva estructura institucional, fuera de la acción punitiva del adversario o, al menos, no tan fácilmente atacable, tiene un efecto positivo de gran valor estratégico: la Generalitat autonómica y, especialmente su presidente, quedarán liberados de la dirección del procés y podrán dedicarse, de lleno, a la gestión de las migajas repartidas por el Estado, con el objetivo de asegurar a un buen gobierno que, como mucho, denuncie sistemáticamente los incumplimientos del Gobierno y los efectos negativos sobre la economía, el estado del bienestar (salud, enseñanza, servicios sociales...) y la ciudadanía catalanas, sin dar demasiadas razones para volver a aplicar el dichoso 155.

Aquí está la clave de bóveda: dar la voz a la ciudadanía y que sea ella quien defina el país en el que quiere vivir

Creo que todo el mundo tiene claro que la primera condición necesaria para hacer efectiva la instauración de la República no es otra que conseguir el máximo apoyo político y social, expresado en las urnas de forma democrática y pacífica. Desde el 9-N de 2014 hasta el 1'O de 2017 o las elecciones del 21-D del mismo año, las más plebiscitarias de todas, el apoyo a la independencia ha ido creciendo cada vez más lentamente y, además, en estas últimas elecciones hemos visto cómo el apoyo explícito a las formaciones antiindependentistas llegaba a su punto más alto. Mientras tanto, cerca de cuatrocientos mil votantes no se definían explícitamente por ninguna de las dos vías contrapuestas. Mover ficha quiere decir, necesariamente, romper esta dinámica y conseguir eso que algunos dicen ampliar la base. No sólo para conseguir un apoyo electoral más amplio y de lectura inequívoca, sino sobre todo para conseguir que la mayor parte de la ciudadanía vea posible un futuro esperanzador para ellos y sus descendientes.

La toma de conciencia política de la ciudadanía catalana, en estos últimos diez años, se parece mucho a la vivida en los últimos años del franquismo y durante la transición. Entonces, fue el Congrés de Cultura Catalana quien hizo la función de definir el país que quería. De sus conclusiones se alimentaron los primeros gobiernos de la Generalitat restaurada. Si hoy somos capaces de hacer un procés parecido, estaremos en disposición de exigir respuestas a nuestras instituciones y dar un gran paso adelante.

Hoy por hoy, veo imposible que el régimen del 78 sea capaz de ofrecer ninguna alternativa mínimamente válida para encarar los importantes retos políticos, sociales, económicos, etc. que tenemos en frente, pero también veo muy difícil que el Consell per la República pueda tener la capacidad para, a corto plazo, hacer creíble su oferta, sobre todo por determinados sectores sociales. En todo caso, o nos arriesgamos o ya sabemos el final que nos espera. Tenemos que cambiar las reglas del juego para avanzar, para sumar a más gente en la creación de una República para todo el mundo. Para ampliar la base. De hecho, y aunque suene a pasado de moda, prefiero seguir diciendo que tenemos que avanzar para seguir siendo un solo pueblo, el pueblo de Catalunya, un pueblo dispuesto a construir su futuro sin tutelas ni dirigismos.

En el siglo XXI y en una sociedad madura como la catalana, esto sólo será posible si los ciudadanos tienen voto... y voz. Aquí está la clave de bóveda: dar la voz a la ciudadanía y que sea ella quien defina el país en el que quiere vivir. La mejor manera, sin duda, es que el proyecto surja desde la misma sociedad civil, desde sus organizaciones —colegios profesionales, asociaciones y entidades académicas, económicas, culturales, deportivas...—, sin la injerencia de partidos políticos ni de instituciones políticas que hoy, más que nunca, están totalmente mediatizadas por los mismos partidos.

Pere Pugès Dorca, cofundador de la ANC y miembro de Exigents.cat