Sólo una cosa en la vida me provoca más respeto que enfrentarme a una página en blanco: hablarle a una lápida en la que está escrito mi apellido. Es el mismo silencio. La misma incertidumbre. También, la misma esperanza. De pequeño pensaba que los muertos iban al cielo y después descubrí que se pudrían en tumbas donde se los comían los gusanos, pero un día, por suerte, claramente vi que no era ni una cosa ni la otra. O bien que las dos cosas eran ciertas: entendí que el cielo era una placa de mármol el día que enterramos a mi padre, ahora hará dos años. Desde entonces nada ha vuelto a ser ya nunca igual, lógicamente, quizás porque la muerte de un padre es, en parte, también la muerte de una pequeña parte de uno mismo. La mutilación de aquella parte de ti que te enseñó a caminar, a hablar y a amar todo lo que amas. También a entender de qué va la vida, ya que nunca dejamos de ser el niño que veía el mundo subido encima de los hombros de su padre, pero cuando él no está, tampoco tenemos ya nadie que nos coja si nos caemos. Que nos oriente cuando nos perdemos. Que se sacrifique por nuestra felicidad. Por eso desde aquel día sé que hacerse mayor es descifrar aquello que de pequeños ya creíamos y revisar aquello que jóvenes profesábamos, pero con el filtro adulto en la mirada.

Todo eso me vino a la cabeza el martes pasado, por Todos los Santos, cuando coincidí con centenares de mutilados más en el cementerio del Vendrell entre tumbas llenas de ángeles, cruces y vírgenes. El luto no es patrimonio exclusivo de la religiosidad, pero sí que lo es de la fe. De la fe de cada uno, pensé. No llenaríamos de flores una lápida de color niebla si no es porque en ella vemos el cielo. No nos empleamos a limpiarla con un trapo, como quien restaura un retablo, si no es porque vemos el cielo. No se nos hace el corazón añicos y se nos corta la voz en la cizalla del silencio si no es porque vemos el cielo. No. Las civilizaciones antiguas miraban hacia arriba para descifrar qué hacían en el mundo, quién era su padre todopoderoso y qué sentido tenían aquellas luces con el fin de unir todos los puntos hasta dibujar una figura, y nosotros hacemos lo mismo delante de una tumba, en parte porque la comprendemos como un muro, pero también porque nos adentramos a ella como en un mar: a veces horizonte, a veces firmamento. Al final, el cielo, sea de mármol o de nubes que parecen de algodón, no es más que una gran constelación que todos llenamos con aquello que se nos mueve por dentro. También con las ausencias.

A pocos metros de mi tumba familiar hay las tumbas de las famílias Casals y Nin. El primero, muerto en el exilio siendo el catalán más universal de la historia de la música; el segundo, asesinado por el estalinismo español durante la Guerra Civil.

Cuando me escapo al cementerio y me planto delante de mi padre, la tumba del lado syua, que es de un mármol negro como la noche, a menudo me refleja. De pie, quieto y solo, un mutilado con mi silueta se dibuja en el otro lado de aquel falso espejo. Me gusta ir allí los días que el calendario no dice que se tiene que ir, es decir, los días que el cementerio no parece las Ramblas. Me gusta, sobre todo, ir sin que nadie lo sepa y sin pasar antes por ninguna floristería, como un acto secreto e íntimo dedicado a practicar aquel "passejaré per l’ordre/ de verds xiprers immòbils" que escribió Espriu, aunque en el Vendrell hay más palmeras que cipreses. Para algunos, tener treinta y cuatro años y plantarse delante de una tumba con un cigarro en la mano es hablar solo, como los locos. Para otros, es rezar, como los devotos. El dolor y el amor, sin embargo, son los únicos dos grandes sentimientos que no puede entender nadie aparte de uno mismo, por eso para mí, sencillamente, es hacer lo mismo que Giacomo Leopardi hacía delante de un matorral en aquel "ermo colle" de su pueblo que "dell'ultimo orizzonte il guardo esclude": imaginar el infinito, como los poetas.

Hasta hace dos años, todo lo que sabía de la muerte lo había aprendido en la poesía. Las esquelas con versos de Martí y Pol, el brutal Joana de Joan Margarit, la Lettre du Nouvel An de Marina Tsvetàieva, las mismas elegías de Rilke o algunos poemas de Phillip Larkin, pero es en el Vendrell, cuando me escapo con el afán de un fugitivo y la ansiedad de un náufrago, donde he entendido verdaderamente a qué se refería Salvador Espriu cuándo hablaba de "la petita pàtria que encercla el cementiri". Cuando voy, me gusta pasear como un profano dentro de este círculo y leer los nombres de las otras lápidas, o sea, de los cielos desconocidos que son el universo profundo de alguien más a quien no conozco. A pocos metros de mi tumba familiar, en dos panteones en el suelo, me detengo siempre delante de la tumba de Pau Casals y la de la família de Andreu Nin. El primero, muerto en el exilio siendo el catalán más universal de la historia de la música; el segundo, asesinado por el estalinismo español durante la Guerra Civil y aún hoy enterrado quién sabe dónde después de habernos regalado magníficas traducciones de los clásicos rusos y, por lo tanto, de habernos permitido entender Dostoievski, Tolstoi, Chékhov o Gógol en nuestra lengua. Sus dos tumbas, la una al lado de la otra, son la mejor manera de no olvidar el país de donde soy. Ir al cementerio del Vendrell a ver a mi padre, asimismo, la mejor manera de no olvidar quién soy.