Como el año pasado, aprovecho la primera Pantalla del verano para recordar —y de paso recomendar— lo mejor que vi en 2021. La mayoría va de series, disfrutadas en las diversas plataformas de TV, que menciono. Así, con un poco de distancia, podemos recordar los rasgos de calidad más importantes.

Obviamente, no lo he visto todo; y para gustos, los colores. Es una lista tan personal y arbitraria como se quiera y, también, salvo alguna excepción que mencionaré, no hay ninguna negatividad. Si no me ha gustado lo que he visto —en muchas series no llego a superar el primer capítulo o, incluso, el primer cuarto de hora—, pues tal día hará un año. Hay tanta oferta como estrellas en el cielo, o más diría. En todo caso, nunca hago spoilers, salvo las obviedades. Tampoco tienen un orden de preferencia, salvo las dos excepciones que también diré al principio.

Y por encima de todo, no son críticas televisivas. Como mucho, se tiene que entender esta lista como noticia de un espectador con cierta curiosidad por el mundo de la ficción televisiva y alguna peli que hemos disfrutado en la pequeña pantalla. En todo caso, las vacaciones son una buena época o excusa para repescar lo que se nos escapó o no conocimos.

Aquí hay una primera entrega de las series preferidas del 2021 (vistas —y nuevas para nosotros— en 2021, no necesariamente producidas/emitidas originalmente en 2021); como digo, sin orden, con una doble excepción.

Por encima de todo, tenemos El cuento de la criada y Hierro. Empezamos por la primera, El cuento de la criada (2017-2021, 4 temporadas, 46 capítulos, en HBO Max), que, después de las cuatro sentencias de la Corte Suprema se ha convertido en un futuro plausible: las armas por encima de todo, las mujeres no tienen derecho a su cuerpo, el ruego público ya no supone ninguna prohibición en las escuelas y el medio ambiente se puede reducir a competencias entre órganos legislativos y administrativos.

Vista de una sentada. Resultado: exhaustos emocionalmente, conmocionados. Es simplemente brutal. Diría que de obligada visión, pero con el omeprazol anímico preparado en dosis masivas.

La serie es la adaptación televisiva de la novela de Margaret Atwood [The handmaid's tale, 1985; versión en castellano en Bruguera (2008) y Salamandra (2017); y versión en catalán en Quaderns Crema (2018)], que ya fue llevada al cine en 1990 por Volker Schlöndorff con guion de Harold Pinter. Antecedente nada malo.

Es una distopía muy cercana —como expongo más arriba— y nada fuera de lugar, de aquí sus efectos perturbadores. Un grupo de fundamentalistas cristianos (la palabra fundamentalista es originaria precisamente de protestantes norteamericanos poco partidarios de los matices) se hace con el poder en los Estados Unidos después de una crisis económica colosal derivada de desastres ecológicos. ¿Suena, verdad? Primero, acuerdan la abolición de la libertad de expresión, de prensa, de asociación... y cosifican a las mujeres: tienen que dejar de trabajar, sus bienes son requisados o administrados por los maridos. Y si tienen hijos, se los quitan (ya se verá con qué finalidad). Las fértiles, bien escaso, por la contaminación, tienen un destino terrible, destino que es el argumento central de la narración. Los nuevos Estados Unidos se han convertido en esta distopía en una mezcla entre Irán y Arabia Saudí (alguien ha dicho que también con la Rumanía de Ceausescu). Finalmente, después de una guerra civil, los fundamentalistas, triunfadores, consiguen el poder y crean una tiranía teocrática y misógina: Gilead, nombre bíblico, aunque el correcto sería Galaad. Los Estados Unidos "oficiales" quedan reducidos a Alaska y Hawai y a algún reducto resistente.

'El cuento de la criada' es una distopía muy cercana y nada fuera de lugar, de aquí sus efectos perturbadores

La nueva sociedad, lógicamente, es clasista: los comandantes —que es la casta dominante y sin control, donde los unos se comen a los otros—, el pueblo sin derechos, las esposas de los comandantes, las tías —las tutoras de las mujeres fértiles, auténticas arpías—, las sirvientas —vestidas como los peregrinos puritanos—, las sirvientas —llamadas Ritas, muchas, antiguas mujeres fértiles—, los ojos —espías y chivatos— y los soldados. Ninguna mujer tiene derecho, ni siquiera, a leer libros ni poseer ningún tipo de bien; detalle no menor que se manifestará a lo largo de la serie, con castigos brutales, incluso, a los mismos dirigentes.

Bueno, las mujeres de los comandantes, una subcasta vicaria, de hecho sí que tienen un derecho: el de tener un hijo. Ahora bien, como la mayoría son estériles, si no tienen ya un hijo secuestrado, se les asigna una mujer fértil —la sirvienta— que es fecundada en "la ceremonia" por el marido —ergo, violada—, en una escena con la familia delante y la esposa manteniendo cogida en su regazo a la sirvienta mientras es penetrada. Si resulta embarazada, los partos son tragicómicos: quien es colmada con todas las atenciones es la mujer del comandante, que no está embarazada. Una vez se produce el parto, los hijos son apartados brutal y radicalmente de la madre; sólo los bebés se quedarán puntualmente para amamantarlos. En todo momento, son consideradas madres las mujeres de los comandantes y ellas, en la locura institucional que reina en Gilead, también se consideran madres de todas las criaturas robadas.

Las sirvientas han sido previamente secuestradas, detenidas o literalmente cazadas y sometidas a una reeducación bajo cuidado y vigilancia sádica de las tías —recordad a la tía Alicia— y maltratadas duramente. Es decir, tortura física y psicológica, detenciones y violaciones son la base de la procreación del nuevo estado. La base, por así decirlo, reside en el Génesis, 30, 1-7: a causa de los ruegos e indicaciones de su mujer, Raquel, que era estéril, Jacob toma como concubina a su sirvienta, Bilhah, quien le dio dos hijos. Con esta justificación los fundamentalistas cogen la directa y basan su estado en la represión y terror crudo y sin límites.

Como toda sociedad totalitaria, la corrupción está a la orden del día para los poderosos y con tolerancia casi abierta, que, dado el caso, se vuelve contra los infractores en las pugnas políticas y revueltas de palacio. Veremos a montones.

Dentro de este aterrador marco, El cuento de la criada es la historia de June Osborne, renombrada Defred. Primero, con ganas de huir, más tarde con un montón de intentos para recuperar a su hija —ya que los hijos son el bien preciado final—, también secuestrada, y más adelante, dentro del movimiento de resistencia a los dos lados de la frontera. La despersonalización es brutal: su nuevo nombre, como el de todas las sirvientas, se forma, para acentuar la idea de propiedad, de esclavitud, con el prefijo de seguido del apellido del comandante que la poseyera, literalmente, en todos los sentidos.

Su historia es presentada en cuatro momentos: la previa, en los Estados Unidos, ya bastante perjudicados; la subsiguiente de la ginefobia radical, de raíz bíblica —¿cómo no?—; el momento actual en Gilead y en Canadá. Eso comporta tantos flashbacks (incluidos recuerdos tan reconstructivos como tenebrosos) como retratos de la vida en paralelo de un Canadá hospitalario y liberal, donde son acogidos generosamente los americanos que han escapado de la represión. Atwood, la autora de la obra, es canadiense y conoce a la perfección los Estados Unidos porque se formó ahí. La narración está llena de guiños culturales, en el sentido más amplio de la palabra.

La serie, obra del laureado especialista en series donde lo sobrenatural o lo poco convencional es protagonista, Bruce Miller, la clava. Ha producido la serie entera y ha escrito o coescrito la mayoría de los 46 capítulos. Conjuntamente con otros productores, han participado la prota, Elisabeth Moss —además, directora de 3 capítulos—, y la propia Atwood.

Dada la extensión de la serie, el elenco es extensísimo y altamente competente. La prota absoluta es la propia Moss como June/Defred: su mirada dice mucho más que mil palabras y refleja a la perfección tanto su estado de ánimo como sus propósitos, no siempre franciscanos. Yvonne Strahovski, como Serena Joy Waterford, la pérfida esposa de su comandante ("cuando es amable, quiere alguna cosa", dice una de las protas) es una buena personificación de la banalidad del mal. A Joseph Fiennes como el comandante Fredrick Fred Waterford, lobo con piel de cordero y oportunista, como todos los totalitarios, entre la barba cerrada y su natural inexpresividad, no le cuesta acertar con el papel; todo lo contrario de Moss, que, reitero, hace un auténtico tour de force interpretativo.

Para no extenderme. El marido de June/Defred, Luke Bankole, un auténtico santo, encarnado por O. T. Fagbenle. La tía Lydia —la reina de la perversión y, dado el caso, del mezquino oportunismo— es interpretada de manera magistral por Ann Dowd. La amiga del alma de June/Defred, Moira Strand, con una vida muy, pero muy azarosa, a la cual da cuerpo Samira Wiley. Y tres personajes femeninos a destacar: Madeline Brewer como otra sirvienta, Janine/Ofwarren/Ofdaniel/Ofhoward, con una historia durísima en Gilead que soporta con una pureza de espíritu inenarrable. Otra: Alexis Bledel como Emily Malek/Ofglen/Ofsteven/Ofroy/Ofjoseph, ex profesora universitaria, con una historia pre y post Gilead impresionante, y el largo interregno terrorífico de sirvienta en el medio. Rita de June/Defred, cómplice reservada, a quien da vida Amanda Brugel, resulta altamente convincente.

Tres personajes masculinos. Por una parte, el inicialmente chófer del comandante Fred, ojo y posteriormente comandante, Nick Blaine, interpretado por Max Minghella. Bradley Whitford encarna al comandante Joseph Lawrence, artífice, en el poder y/o en la sombra, de Gilead, cínico y oportunista, apuesta siempre a ganador y gana, haga lo que haga. Cierra este resumidísimo elenco Sam Jaeger como Mark Tuellom, agente de los Estados Unidos en Canadá todopoderoso y perejil en todas las salsas.

Tres últimas notas: la cinematografía de Colin Watkinson es absolutamente impactante y realza el dramatismo de la serie. La imaginería de la serie es absolutamente cautivadora. La banda sonora —con especial atención a los créditos iniciales o finales— con estratégicos silencios, es obra del autodidacta Adam Taylor. Y no se puede dejar de mencionar el diseño de la producción con sus localizaciones —Toronto es Cambridge—, que en gran medida es obra de Michael Derrah. Todo para que todo encaje con la precisión trágica requerida.

Nota: atención al nombre de la hija de June/Defred, fruto de la violación por parte de su comandante.