Escuchar y leer en las noticias que Rodalies no funciona, que el tráfico en la AP-7 está restringido por un camión que se ha averiado, que los accesos a Barcelona están colapsados, que hay un incendio en la T1 del aeropuerto de El Prat, que se ha derrumbado una casa en el casco antiguo de Lleida, que mueren tres jóvenes en un accidente de tráfico desgarrador de madrugada en Cambrils, que ha habido un tiroteo en Badalona y una pelea a cuchilladas en Castelldefels, que se ha producido un asesinato fruto de una revancha entre bandas en Cornellà, que a un turista le han agredido en Barcelona para robarle el reloj de alta gama que llevaba, que se ha desarticulado una célula yihadista en Sabadell y Terrassa, que hay grietas en la pared del embalse de Rialb por donde se pierden miles de litros de agua diarios, o que incluso los trenes de la Generalitat van con retraso, es tener la sensación de que se vive en el país del caos. Y el caso es que este país del caos se llama Catalunya.

La lista de cosas que no funcionan es, para desventura de los habitantes del lugar, muy larga y seguro que cada uno tiene su propia relación de carencias, defectos y agravios en general. Claro que, tras el apagón monumental que el día 28 de abril dejó sin electricidad a España y Portugal, probablemente ninguna le llegaría a la suela del zapato. Es, en todo caso, la demostración, elevada a la enésima potencia, de que efectivamente nada funciona, pero no solo en Catalunya, tampoco en España, que históricamente se ha caracterizado por ser un territorio en el que el desorden, el descontrol y el desconcierto han campado a sus anchas. Ahora da talmente la impresión de que compitan por ver a cuál de los dos, a Catalunya o a España, le encaja mejor la definición de país del caos. Y de momento la rivalidad es tan estrecha que bien se puede decir que, por ahora, comparten el dudoso honor de ser llamados ambos de esta manera.

Y eso que antes Catalunya no era así. Era un país serio, responsable, riguroso, fiable. Las cosas funcionaban razonablemente bien y su gente era trabajadora, emprendedora, tenía palabra, era de fiar, y en general la sociedad de la que formaba parte también. De ahí el prestigio que los catalanes tenían más allá de sus fronteras, pero que con el tiempo han ido perdiendo al contagiárseles —dirigidos por una clase política que, independientemente de las siglas, no da la talla— el quehacer tan ocioso, desordenado e informal de los españoles. Por eso no es extraño que ante el corte que dejó sin luz toda la península ibérica la reacción del gobierno de Catalunya fuera a remolque de la del gobierno de España. El hecho de ser ambos del mismo color político —uno del PSC, el otro del PSOE— es evidente que condiciona su comportamiento, pero en el caso catalán demuestra la incapacidad añadida de dar respuesta, a pesar de no tener competencias en la materia, a una cuestión tan elemental como la de transmitir tranquilidad y confianza a la población a raíz de una situación de emergencia y de incertidumbre, que es lo mínimo que se le puede exigir a cualquier gobierno.

España se ha caracterizado por ser un territorio en el que el desorden, el descontrol y el desconcierto han campado a sus anchas

El del apagón eléctrico es, sin embargo, un caso muy singular. Suerte que las primeras teorías que aparecieron sobre las causas del hecho parece que no tienen ningún fundamento, ni la que lo atribuía a un ciberataque perpetrado por Rusia —el malo de la película es invariablemente Vladímir Putin—, ni la que hablaba de que toda Europa se había quedado a oscuras, ni la que veía un ataque de falsa bandera de la propia Unión Europea (UE) para justificar el aumento del gasto militar para afrontar ofensivas exteriores e incrementar el control sobre sus habitantes. ¡He aquí la necesidad del kit de supervivencia que con tanto fervor había publicitado la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y del que muchos se rieron! Ninguna de las hipótesis conspiranoicas ha tenido éxito, pero aun así el episodio le ha ido de primera a Pedro Sánchez para argumentar precisamente por qué este año el gasto de España en materia de defensa se disparará de manera escandalosa. Argumentar o más bien esconder, porque todavía es la hora de que tenga que especificar de dónde saldrán los recursos y qué sectores serán los más afectados por una maniobra de estas características.

A pesar de tantas elucubraciones, la realidad es más prosaica y resulta que el gran apagón fue debido al mal funcionamiento y a las deficiencias de la red eléctrica española, que se ha comprobado que no está preparada para afrontar los retos que conlleva pasar a un sistema en el que predominen las energías renovables. Según los expertos, estas solo se pueden consumir en el momento de ser producidas y, si no se quieren perder, la única opción es almacenarlas para tenerlas a disposición cuando hagan falta. Y eso, la falta de almacenamiento, es una de las cosas que habría fallado, porque se ve, de acuerdo con los mismos expertos, que a las eléctricas —a las empresas, no a los contribuyentes— les sale más a cuenta producir electricidad con energías fósiles como el gas que no guardar la que sobra de las fuentes renovables. Todo ello no significa que, al menos de momento, se tenga que prescindir de las energías fósiles ni de la nuclear, cuestión que, si acaso, debería ser fruto de un debate serio y que deberían decidir los expertos, con pleno conocimiento de causa, y no los políticos, por puros intereses partidistas.

Pedro Sánchez, sea como sea, ha dado largas para saber con exactitud qué sucedió el 28 de abril para que todo el mundo se quedara a oscuras. No deja de ser una manera de rehuir las responsabilidades —como hace en tantos otros asuntos—, las suyas como gobernante y las de la empresa pública Red Eléctrica Española, que, en régimen de monopolio, es el operador que gestiona la red de transporte de la energía eléctrica en España. Una responsabilidad de la que probablemente también deberían responder las empresas privadas que se encargan, sobre todo, de generar y distribuir la electricidad y que, cuando de ganar dinero se trata, nadie descarta que no hayan recurrido a prácticas de oportunidad más que dudosa. A pesar de todo, la única consecuencia segura del despropósito se ve que, de entrada, será que el precio de la luz se encarecerá y que a quien le tocará pagarlo será, como siempre, al usuario.

Que, en este escenario, quien alce más la voz para exigir explicaciones al presidente del gobierno español sea el PP parece una broma de mal gusto. Tras la desgracia sufrida en el País Valencià por las graves inundaciones de hace más de seis meses, que a estas alturas Carlos Mazón todavía no haya dimitido como presidente de la Generalitat y se siga aferrando al cargo inhabilita al partido de Alberto Núñez Feijóo para cualquier crítica o censura. El PP, por mucho que haya decidido adelantar su congreso para tratar de tomar más impulso, no está en condiciones de dar lecciones de nada ni de reclamar explicaciones a nadie. La lástima es que esta sea la práctica que guía la vida pública en España y que Catalunya haya permitido su contagio, porque es la manera de convertirse, tanto si quiere como si no, en el país del caos.