La Catalunya de hoy está recubierta de una malla que lo hace todo blando, silencioso y gris. El equivalente político de esta sordina nacional es el socialismo, evidentemente, pero el país está tan desarmado y tan traumatizado que este socialismo ya es un modus operandi que escapa al PSC, su partido. Es una manera de hacer que simula haber olvidado el procés y lo hace todo con el objetivo de que este no se vuelva a repetir, que en ningún sector del país haya nadie que pueda acumular el suficiente apoyo social ni la suficiente autoestima para volver a hacer nada que agujeree la malla blanda. Si nada es sustancial, nada vale lo bastante la pena. Este sentido de la futilidad general con el que la clase política catalana ha colaborado a anestesiarnos, lo empapa todo. Es el ingrediente principal porque sentimos que es el momento de la mediocridad, y que solo podemos destacar en algo si somos los mejores de entre los grises. En el fondo del paladar cargamos el regusto desagradable de que en el país de hoy todo lo que triunfa está hecho de una cierta banalidad: de la política a la televisión, pasando por los pódcast, los libros o el propio articulismo.

"Protestar no es terrorismo" y "protestar es terrorismo si eres catalán" no son la misma cosa. Decirlo de la segunda manera comporta que Jordi Évole —que propone españolizarnos— no salga en la foto

En este ecosistema que habita bajo la malla blanda, hay quien, habiendo colaborado activamente con los partidos durante los años del procés, hoy procura hacer de contrapeso al Estado. O hacerlo creer. Pero en un país que se ha reorganizado a partir de la respuesta traumática a la represión política, si este contrapeso no roza con los márgenes del estado español, no es más que épica y teatralización. Òmnium Cultural es el más claro de los ejemplos, porque se ha ido aguando al mismo ritmo que los partidos catalanes para poder coexistir. Entre todos se han limado las impurezas para adaptarse al nuevo momento político que ellos mismos han consentido y, quien no lo ha logrado —como la ANC—, ha acabado hecho una espiral de vergüenzas públicas y señores xirucaires.

"Protestar no es terrorismo" y "protestar es terrorismo si eres catalán" no son la misma cosa. Decirlo de la segunda manera comporta que Jordi Évole —que hace menos de un mes proponía españolizarnos— no salga en la foto. Hay una serie de consignas que vertebraron el procés y que hoy, después de la violencia, la represión y el 155 del estado español, deberían estar, más que superadas, desguazadas. Pero son las consignas que permiten que la clase política y las organizaciones que las rondan —como Òmnium— puedan mantener bajo control el estado de opinión del país. Organizar una fotografía como la del pasado lunes, con caras conocidas, bajo la flojera de un "protestar no es terrorismo", sirve para decir: "ahora toca esto". Ahora toca desnacionalizar el discurso y hablar de derechos civiles, ahora toca decir obviedades para que Andreu Buenafuente pueda salir en la foto. Ahora toca PSC.

Es un pacto de silencio avalado por algunas de las caras con más altavoces a disposición del país, y todo con la intención de que la agenda independentista no descarrile otra vez

Hay quien en una proclama como esta ve ingenuidad. Pero es precisamente porque el independentismo del procés articuló un movimiento consolidado en "el mundo nos mira" y en "ni un papel al suelo" que no llegó a ninguna parte, por lo que ahora ya hay conciencia. Sirve para que no parezca que das la espalda al país sin meterte en muchos problemas. Ahora, más que infantilismo, ya es mala intención. Es el momento del reformismo y de hacer creer que los únicos consensos de país que valen son los que son lo bastante blandos como para que quien compra una y otra vez los mantras españolistas pueda sentirse cómodo. Es todo blando para no romper la malla. Es blando como investir a un presidente español en nombre de un acuerdo histórico, como pactar unos presupuestos de la Generalitat con el PSC o como sorprenderse porque el españolismo mediático de El Mundo utiliza a Sílvia Orriols para atacar nuestras debilidades, porque "el independentismo queda desacreditado". Es un pacto de silencio avalado por algunas de las caras con más altavoces a disposición del país, y todo con la intención de que la agenda independentista no descarrile de nuevo. Que a nadie se le ocurra decir que nos pasa porque somos catalanes, que una cosa no vuelva a llevar a la otra. Que no se rompa la malla, porque si todo es blando, todo el mundo está mucho más tranquilo.