Hace poco más de un año, Carles Puigdemont volvía a Barcelona para exhibirse unos minutitos en el Arc de Triomf y manifestar por enésima vez que su relación con la verdad (juró que presenciaría la investidura de Salvador Illa en el Parlament, ganara las elecciones o no) es, por ser benevolentes, excesivamente creativa. Todo el mundo recuerda cómo el president 130 huyó de la policía autonómica catalana —a la que podía haber situado en un callejón sin salida penal complicadísimo; cosa que, por suerte, no pasó— y cómo su performance del todo inútil le devolvió la gloria de unos cuantos titulares nacionales e internacionales. A su vez, Jordi Turull volvió a la primera página de la política en condición de acompañante del president, con lo cual también se aseguró unas cuantas entrevistas para explicar —a medias, como siempre— cuál había sido la operación de astucia contra el Estado que impidió la detención del presidente.
Como también sabe todo el mundo a estas alturas, Puigdemont no irrumpió en Barcelona porque tuviera ganas de burlar los aparatos ideológicos españoles, ni para devolver el postprocés al ámbito de la política europea o para poner la investidura de Salvador Illa en peligro (la cosa se celebró con relativa normalidad, y después de un día viene otro). El Molt Honorable pisó aquello que los cursis llaman "el territori" para demostrar a su propia secta política —primordialmente convergente, aclaro— que todavía estaba bien vivo y que no lo podrían liquidar fácilmente. A pesar de residir lejos del país, a Puigdemont no se le escapaba como algún miembro de su propia formación lo trataba de loco, mientras se reconquistaba los salones de Via Veneto con el objetivo de buscar a un candidato autonomista y devolver el ámbito de Junts al catalanismo conservador. Hay que reconocer que, a pesar de los intentos, Puigdemont ha aguantado el tipo.
De hecho, a Puigdemont no ha habido que buscarle a un sustituto pactista; él mismo devolvió al juntismo a la política del intercambio con el poder central, ligando la suerte de su partido (y su misma libertad política) a los pactos con el PSOE y a mantener a Pedro Sánchez en la Moncloa. Puigdemont esperaba volver al país con la fuerza de ser la piedra angular del socialismo y disputar, con más musculatura política que Junqueras, la posibilidad de llevar al PSOE hacia un nuevo federalismo que no fuera impugnable en los tribunales, basado en la concesión perpetua de competencias como la inmigración y etcétera. Todo eso, insisto, es una jugada ancestral del catalanismo de toda la vida y quizás no hacía falta que el president durmiera en unos cuantos pisitos inhóspitos de Ciutat Vella ni tampoco que saliera de Arcc de Triomf cagando leches para llegar hasta aquí, pero cada uno escoge como puede y quiere los pactos fotográficos con la posteridad.
Hay que reconocer el éxito a la capataz de Aliança Catalana, ella es la única política que puede ejercer de relevo del unilateralismo matizado que todavía se encarnaba en Puigdemont
Con lo que quizás no contaba el president es con la irrupción de Sílvia Orriols en el mapa político catalán. A nivel puramente anecdótico, de ser un personaje recurrente y estrambótico en las redes y disparar la misma política migratoria que habría firmado alegremente Marta Ferrusola, ahora la alcaldesa de Ripoll amenaza con zamparse una buena parte del electorado juntaire. Todo eso es parlamentarismo catalán y, en general, sirve de poca cosa; porque lo importante de todo ello es ver cómo, en el fondo, y hay que reconocer el éxito a la capataz de Aliança Catalana, ella es la única política que puede ejercer de relevo del unilateralismo matizado que todavía se encarnaba en Puigdemont. De hecho, la mayoría de electores (y de impulsores) de Aliança son convergentes que están hasta las pelotas de la astucia masista y que ahora utilizan a los recién llegados —los moros, vaya— porque son el único instrumento del que disponen para muscular patriotismo ardido.
La cosa es bastante divertida, porque los únicos impulsores de Aliança en el mundo de la prensa y la política (aparte de unos cuantos aprovechados que van cortos de pasta y que, si hace falta, se apuntarían a Estado Islámico con el fin de cobrar una mensualidad) son los hijos auténticos del pujolismo que buscan reconectar la política del presente con las raíces históricas del país, para ver si allí queda alguna cosa para animar a la tropa. Hay quien hace el trabajo gratuitamente, como mi querido Enric Vila, que está dotando a Aliança de una musculatura filosófica que ni la misma Orriols sospechaba tener y que la mayoría de sus electores diría que ignoran. El juego que nos depara el futuro será interesante, pues Orriols —en eso también hay que felicitarla— no parece dispuesta a ser un receptáculo de las frustraciones convergentes ni creo que caiga seducida por los cantos de sirena de su mafia. En eso, por mucho que le pese, también se parece a Carles Puigdemont.
Ahora que todo el mundo empezará a reunirse con todo el mundo, quizás valdría la pena que el maestro y la heredera pasearan por Waterloo. Si puede acabar yendo Pedro Sánchez, no veo por qué la alcaldesa no puede abandonar un solo día su ciudad, por mucho que su ausencia momentánea la suma en el caos de la sustitución cultural y la invasión islámica.