Entre la Pascua y la pereza que me da la política, aproveché el último día de fiesta para avanzar un poco más en mi libro, Ojo por ojo.

(...) Al final, aunque el resultado no sea perfecto, lo que realmente tiene un peso en el mundo es la lucha de cada cual para crearse un espacio de libertad. Por eso es importante distinguir a los padres de los hijos, a los colonos de los inmigrantes y a los chicos que van a la universidad para no tener problemas de los estudiantes vocacionales. Para vivir bien o para hacer algo de provecho, hay que aprender a convertir el veneno del poder que hemos heredado en una medicina. Son las cosas que pueden rompernos las que tienen capacidad de hacernos crecer, por eso decimos alegremente que lo que no mata engorda.

El mismo veneno que hinchó los bíceps de Jordi, pues, a mí me ha estimulado la curiosidad intelectual y me ha empujado a buscar recursos para intentar vivir de escribir. Supongo que él depende de la fuerza de su cuerpo, para no perder el equilibrio interno; yo dependo de la sangre fría que me dan los estudios y la literatura. Si el cuerpo de Jordi me parece un fruto de la importancia visceral que en su casa dieron a la violencia, debe de ser porque mi cabeza se ha construido intentando vertebrar la obsesión que tenían mis padres de proteger la sensibilidad y la memoria. Cada vez que lo veo tendiendo la ropa desde mi casa, con aquel cuerpo serrano, decorado de tatuajes, pienso en el camino que he hecho desde que entré a Blanquerna.

Yo no empecé a trabajar en un almacén, pero también me he hartado de cargar cajas de pez congelado. A mí también me ha tocado tratar con matones y bajar al fondo del pozo a buscar los restos de agua limpia con los que se suponía que tenía que saciar la sed. Hace años, cuando estudiaba, mi madre me contó que Jordi había tenido un ataque de pánico un día que iba a trabajar con el coche. Se ve que entró en un túnel de la ronda y le pareció que no saldría nunca más. En aquella época, muchos de mis amigos vivían a las puertas del manicomio.

Hubo uno que viajó un verano a otro continente con una ONG y volvió casado; otro se ligó a una turca, se hizo musulmán y empezó a hablar como si se hubiera tomado algo. Un tercero se marchó a estudiar técnicas de relajación en Londres después de cortar con su novia, que a su vez se enamoró de un traficante de coches de ocasión de un país del próximo oriente. Me parece que su mejor amiga estaba colgada de un marroquí con aire de intelectual francés que tenía el matrimonio arreglado en África por la familia.

Pienso mucho en la diáspora de aquellos años, ahora que las estructuras del país caen como si fueran un castillo de cartas. Era como si no pudiéramos aplicar nada de lo que habíamos aprendido o como si en la escuela nos lo hubieran enseñado todo del revés. Era como si la vida que nos ofrecían en casa y en la televisión nos deprimiera o nos pesara demasiado. Los amigos se escapaban del país y se buscaban lejos de ellos mismos, en parajes sospechosamente exóticos. Yo me aburría mortalmente intentando ser fiel a las banderas que había recibido, y sufría pensando que la verdad es muy compleja, pero que si te despistas un poco te la endiñan y dejas de ser un hombre.

Recuerdo que, apenas cuando empezábamos a salir por la noche, Jordi cogió la costumbre de ir diciendo por los lugares. "El día que cumpla 18 años me suicidaré". Lo decía con una seguridad desconcertante, que no dejaba margen para bromear, pero que tampoco daba pie a hacer un drama. A mí la frase me divertía, sobre todo cuando la decía delante de su madre, la hija del señor Vicenç, que era una señora tranquila y adaptable, que había aprendido el arte de la indiferencia de su padre y que no se alteraba nunca por nada. "No seas tarambana", protestaba con una indignación que no le he vuelto a ver.

Jordi no insistía, se limitaba a levantar una ceja y a mirarme con una sonrisa carismática, de caballero experimentado, como queriendo decir, ya veremos quién dice la última palabra. En aquella época, la muerte me daba un miedo patético. Era incapaz de estarme ni un minuto en compañía de un cadáver; la idea de que me podía morir en cualquier momento, y por cualquier bagatela, me angustiaba. La retórica suicida de Jordi me ayudaba a reírme de mis pequeños fantasmas. El fondo inconformista de la frase, justo cuando más razones parecía que teníamos para ser felices, me hacía gracia. Sobre todo por el aplomo con que la decía:

- El día que cumpla 18 años me suicidaré.

Naturalmente, si el hijo de puta hubiera aparecido colgado en su habitación el 27 de julio de 1991, ahora tendría un recuerdo traumático. Pero el día que tuvo la edad de votar ya sabíamos que la idea del suicidio era metafórica. Detrás de la promesa había, solo, la determinación de no convertirse en la coartada de sus padres. Nada que no pase cada día en todo el mundo; Jordi era otro menor de edad que invocaba la esperanza de volver a nacer el día que se hiciera mayor. Quería liberarse de las servidumbres que había heredado y expresaba la pereza que le hacía vivir sometido a unos valores que lo deprimían.

Aunque yo fuera más discreto, también vivía rebotado con los detritus de las derrotas heredadas. Para romper con la fuerza gravitacional de la nostalgia, él cogió la historia de su familia y la tiró directamente por la ventana. "¿No queríais olvidar? ¡Pues olvidemos, cojones!" Este gesto, que podría haber sido de artista, enamoró a muchas princesas. A mi manera, yo también he acabado llevando tan lejos como he podido la actitud que encontré en mi casa. Lo que pasa es que, como en mi casa querían recordar y no olvidar, he ido en dirección contraria: en vez de tirar por la ventana el pasado de la familia, me he pasado la vida separando el grano de la paja, es decir, poniéndolo todo a prueba.

Me acabé de dar cuenta no hace mucho, un día que estábamos en la plazoleta de Ocata y hablaba con su madre de la biblioteca del señor Vicenç y de los libros que todavía tiene guardados en cajas, en los altillos del piso. Como somos vecinos y tengo espacio, en algún momento salió la posibilidad que yo guardara algunos, y Jordi, que escuchaba la conversación fumando en silencio, dijo: "Los libros, madre, se venden, no se regalan". Me tuve que aguantar la risa. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y me alegró de ver que, a diferencia de muchos de mis amigos más cultos, no se ha ablandado ni un poco.

Aunque no nos asemejamos mucho, siempre he empatizado con su manera de tomarse las cosas a todo o nada; con el asco que le dan los procesos preestablecidos de sumisión colectiva. En cuanto a la manía que tengo de separar el grano de la paja, supongo que me ayudará a explicar por qué caí prisionero del buen corazón de Nuria. La primera novia que tuve en periodismo me enseñó la lección más importante de la carrera, quizás la lección que me ha llevado a escribir. Me enseñó que soy tozudo, pero que las ideas establecidas y aceptadas por la mayoría que no encuentran la manera de metérsete en el cerebro, tarde o temprano, intentan atacar violentamente el cuerpo para ablandarte y conquistarte.