Mientras esperamos que llegue la cavalgata, permitidme que publique la continuación del texto del otro día.

(...) Ella, pobre, tenía la boca como una entrada de garaje, y la cabeza pequeña, como si se la hubieran reducido para meterle una corona de roscón de Reyes. Aun así, la observación hizo fortuna. Cada vez que desfallecía o que me equivocaba, me decía a mí mismo, mientras pensaba en mi cabeza de bebé o de alienígena: "Has vuelto a nacer, lo tienes que aprender todo de cero; todavía suerte que tienes la intuición y el apoyo tozudo de tus padres". Y así, mientras mis amigos hacían cafés para matar el tiempo, yo leía tanto como podía en la biblioteca. Entre la mano de libros que removí mirando de reeducarme solo el primer año, hay dos que me dieron un buen empujón: eran La humanidad perdida, de Alain FinkielkrautLa madera torcida de la humanidad, de Isaiah Berlin.

Ahora que todo cae y que parece que ya solo nos queda la intuición para navegar entre el humo de la derrota, el recuerdo de este dos libros me hace sentir un poco viejo y huérfano. Si pienso en el viaje que he hecho desde entonces tengo la sensación de venir de un lugar remoto, de haber atravesado ríos y montañas a caballo de un asno, de haber huido de un mundo exhausto, que no sé qué herencia puede dejar. Cuando pienso en estos dos libros, me siento un peregrino y me pregunto cuándo me van a salir las llagas del viaje. Me da miedo que, antes de que los cadáveres sirvan de fertilizante, la fealdad de los gusanos mate el sentido metafórico de mis aventuras.

Los libros de Finkielkraut y Berlin ofrecieron la primera cobertura cultural a mis intuiciones. Me hicieron dar cuenta de que muchos de los postizos que veía en Catalunya en realidad eran un fenómeno europeo. A través de estos dos libros pude establecer una correlación entre la Guerra Civil y las dos guerras mundiales. Empecé a relativizar las diferencias entre la Transición española y las democracias que se instalaron en Europa bajo la tutela norteamericana. Entendí que cuando una sociedad pierde el sentido del honor, sea en una guerra o en un cambio de régimen, los padres pierden la capacidad de enseñar a sus hijos a defenderse.

Ahora que Catalunya se disuelve entre los fracasos del pasado y que los catalanes tenemos que aferrarnos a nuestra conciencia, huérfanos de país en medio de Europa, Finkielkraut y Berlin quizás suenan antiguos. Pero a mí me hicieron servicio

Muchas de las cosas que ahora escribo, las empecé a entender en aquella biblioteca. Entonces no había leído a Proust. No me podía imaginar que el colapso del liberalismo europeo era fácil explicar a través de Francia. Tampoco había leído a Malaparte. No sabía que la Catalunya de los obreros idealistas se había empezado a corromper en el Moscú de Stalin. En aquella época, Karl Ove Knausgaard era un escritor desconocido; nada me hacía pensar que la socialdemocracia moriría en Escandinavia. Ahora no me parecería ninguna majadería escribir que la agonía de las naciones del continente se puede explicar a través de Barcelona.

Cuando empecé a leer, mi idea de Europa era simple, como la de Catalunya. Los Pirineos todavía eran altos y la decadencia de Occidente era una figura literaria que tenía el atractivo de las ideas tremendistas. Ahora que Catalunya se disuelve entre los fracasos del pasado y que los catalanes tenemos que aferrarnos a nuestra conciencia, huérfanos de país en medio de Europa, Finkielkraut y Berlin quizás suenan antiguos. Pero a mí me hicieron servicio. Me permitieron dar un marco de relaciones general a las rendiciones que veía alrededor mío. Cuando la brillantez retórica de los vendedores de ataúdes me hacía dudar, me apoyaba en los descubrimientos de estos dos libros. Los dos miraban de explicar los peligros de intentar eliminar el sentido trágico de la vida, el fondo de la obsesión autojustificativa que llevaba a los países europeos a querer convertir el mundo en un balneario.

De entrada, la costumbre de leer me hizo ir más atrás que adelante. Cuanto más leía más pensaba en una conversación que había tenido de adolescente con un amigo que sacaba malas notas. Nuestros padres eran amigos de toda la vida y nosotros no habíamos encontrado motivos para no seguir el ejemplo, como mínimo en los veranos, que era la época del año en la cual nuestras familias coincidían. Uno de los abuelos de mi amigo había tomado declaración a Lluís Companys pocas semanas antes de que lo fusilaran, si bien no tuve noticia de ello hasta pasados los años, terminada la carrera.

Cuando entré en Blanquerna, todo lo que creía que sabía del señor Vicenç era que compraba bambas americanas a sus nietos para no tener que darles explicaciones de su carácter individualista y epicúreo. Cuando la conversación que reportaré empezó a volver a mi cabeza, la cosa que recordaba más del señor Vicenç es que era subscriptor del Avui y La Vanguardia. También sabía que era barcelonista, y que hacía unos conciertos de ronquidos muy divertidos cuando se dormía en el sofá, sobre todo los días en qué se había levantado temprano para salir con la barca. No habría dicho nunca que el señor Vicenç tenía una biblioteca tan selecta, ni mucho menos que al cabo de los años me daría a mí algunos de sus libros.

Su nieto lo quería con una distancia irónica, muy diferente al afecto azucarado que yo sentía por mi abuelo. No parecía que tuviera nada que ver con él, ni mucho menos que tuviera noticia de la colección vastísima de clásicos catalanes que guardaba en la habitación del piso enorme donde convivían, en el paseo de Sant Joan. A diferencia mía, que tardé a hacer el estirón, Jordi había crecido deprisa. Su cuerpo compacto y musculado provocaba palpitaciones incontrolables en el corazón tierno de las chicas. Así pues un día cenábamos con mis padres, que ya he dicho que eran amigos, y empezó a picarme. No sé qué me decía exactamente. Solo recuerdo que se dejaba llevar por esta euforia que nos da la biología cuando nos parece que juega a favor nuestro.

A pesar de que sacaba malas notas, Jordi era muy listo, tenía gracia desnudando las apariencias. Había heredado de su padre una crueldad de pueblo, despiadada y purificadora. No recuerdo qué me dijo, solo estoy seguro de que lo envié a la mierda y que me levanté de mesa. El restaurante tenía un jardín y vino a disculparse enseguida. Todavía sorprendido de mi rebote, me ofreció un pitillo: "Es que me jode —dijo— que seas tan inteligente y, en cambio, te des siempre por vencido antes de empezar". La frase me sorprendió porque era un chico que no bajaba nunca la guardia y porque nadie me había dicho nunca, al menos directamente, que mi cabeza fuera digna de ser tenida en cuenta.