Aprovecho que vienen las vacaciones de semana Santa para huir un poco de la política y pasaros una nueva entrega repasada del Ojo por ojo. Cuando vuelva de mi viaje a los confines del África subsahariana, ya retomaremos el hilo del drama local.

(...) A pesar de que sacaba malas notas, Jordi era muy listo, tenía gracia desnudando las apariencias. Había heredado de su padre una crueldad de pueblo despiadada y purificadora. No recuerdo qué me dijo, solo sé que lo mandé a la mierda y que me levanté de la mesa. El restaurante tenía un jardín y vino a disculparse enseguida. Todavía sorprendido de mi insurreción, me ofreció un pitillo: "Me jode —dijo— que seas tan inteligente y que, en cambio, te des siempre por vencido antes incluso de empezar". La frase me sorprendió porque era un chico que no bajaba nunca la guardia y porque hasta entonces nadie me había dicho, cuando menos tan directamente, que mi cabeza fuera un instrumento digno de ser tenido en cuenta.

Como me pareció que también hablaba de él, de su derrotismo con las notas de la escuela, no contesté. "Tú te das por vencido en clase y eres más inteligente que yo”, le habría querido decir, pero me dio vergüenza. Además, me sorprendió fuera tan punkie de darse por un caso perdido, a nuestra tierna edad. A veces el detalle de un gesto o el matiz de una escena me volvía el recuerdo de aquel momento. Pensaba que quizás, por algún motivo que no llegaba a entender, mi amigo había nacido sin alas o que las había perdido en las apuestas o las guerras de un tercero —probablemente de la familia.

La cuestión es que si todavía ahora no he olvidado aquella primera conversación de hombres, entonces la descripción de Europa que hacían Finkielkraut y Berlin me la recordaba constantemente. El ángel sin alas que vi aparecer en la espontaneidad de aquella frase, después lo he visto en otros personas que me han ayudado y que ya irán saliendo si consigo hacer avanzar la historia. A medida que leía estos autores, empecé a pensar que las alas que echaba de menos en mi amigo eran el amor en Catalunya que el señor Vicenç había renunciado a traspasarle.

No sé por qué he escrito "amor a Catalunya", quizás porque entonces me lo decía así, como si el amor fuera a una cosa que puede dividirse o intercambiarse. Justamente la gracia de la vida radica en el hecho que nunca sabemos del todo qué amores concretos estamos en condiciones de abandonar sin pudrirnos o rompernos. La profundidad de un afecto siempre es un enigma, ni que sea porque el significado de una historia de amor solo se sabe cuando la podemos dar por acabada. El amor se puede transformar pero no se puede dividir o controlar y no siempre tenemos suficiente energía creativa, o bastante fuerza moral, para llenar el vacío que nos dejan los cambios de rumbo o las retiradas estratégicas.

Al final, aunque el resultado no sea perfecto, aquello que tiene un peso en el mundo es la lucha de cada cual para crearse un espacio de libertad

El señor Vicenç pertenecía a la quinta del biberón; después del fusilamiento de Companys, enterró sus sentimientos vejados de juventud y se dedicó a hacer dinero. Los negocios le dieron una buena posición, pero no le dio una autoridad limpia y tranquilizadora. El hecho de haber tenido que renunciar a una parte de sí mismo para tener la fiesta en paz le dejó un aire de simpatia entrañable, sobre todo ante los castellanos, que volvían a ser los amos del país. El dinero le ofrecieron medios para satisfacer los deberes materiales que tenía con la familia de una manera generosa, pero no le dieron la seguridad que necesitaba para soltarse, ni que fuera en los círculo íntimos.

El señor Vicenç era de estos catalanes que sufría con el Barça hasta el punto de no cenar los domingos que el equipo perdía. Este pequeño sacrificio, y la atención sufrida que ponía en los 90 minutos de juego, le sirvieron de válvula de escape toda la vida. Además, si de joven tuvo que ver como le fusilaban el presidente de su país ante las narices, mientras él hacía iba pasando para sobrevivir o por no quedar estigmatizado, de mayor vio como la madre de sus hijos se moría de manera prematura. La muerte de su señora lo debía de acabar de encerrar en sí mismo. Supongo que acentuó los pequeños rituales hedonistas de quien va tirando, que yo le conocía.

El señor Vicenç no dejó nunca que el franquismo le entras en el coro, esto se veía a simple vista. Pero en vez de bunquerizarse en la memoria como hizo la familia de mi madre, o como hicieron mis padres, se dejó llevar por el torrente de la historia esperando que alguien recogería su testigo antes de que se lo llevara el olvido. Sin autoridad para influir en un orden de perfil colectivo y, por lo tanto, sin capacidad para decidir a casa mucha cosa más que la hora de sentarse a la mesa para comer o para cenar, convirtió Catalunya en un vicio personal. En la habitación de su piso de paseo de Sant Joan tenía, además de la Obra Completa de Josep Pla, todos los volúmenes editados por la Selecta y la colección de clásicos grecolatinos traducidos por la Bernat Metge.

Cuando leía Finkielkraut yo todavía no había entrado en su habitación, todavía no conocía su biblioteca ni su historia, pero tampoco me hacía falta. De la conversación con su nieto ya había sacado la intuición que después había reforzado con tanta contundencia el chico de los hierros en la boca de la facultad de Historia. Las estructuras morales de mi casa no eran suficientes para resistir la presión del mundo. Jordi lo había visto antes de que yo, probablemente por experiencia propia. Su manera de intentar recuperar la humanidad perdida era despreciar los estudios, romper intelectualmente con el pasado. En el fondo, mi objetivo tenía que ser el mismo, aunque mirara de hacerlo a través de la vida universitaria.

En general, las cosas importantes difícilmente se entienden a la primera, y difícilmente se entienden de una sola vez, como quien se toma una pastilla. A veces tenemos que acumular una pila recuerdos, antes que consigamos discernir el grano de la paja y podamos conectar las ideas de manera práctica. Cuando éramos adolescentes, a menudo me preguntaba de dónde salían los brazos herculoides de mi amigo, y aquel pollón equino que sacaba cuando nos cambiábamos para ir a la playa. Ahora veo que me miraba su miembro y su éxito con las chicas con la misma mezcla de complejos y fascinación con la cual él se debía mirar mi actividad mental.

Ha tenido que llover mucho hasta que no he podido entender por qué tuve que ser yo que recogiera la historia de su abuelo. Hasta ahora no se me había ocurrido pensar que él vivía la precocidad exagerada de su cuerpo con la misma incomodidad con que yo vivía los relámpagos desconcertantes de mis intuiciones. Hasta ahora no me había dado cuenta de que el volumen de sus espaldas, igual que mi tráfico neuronal, eran un rasgo compensatorio de esta humanidad perdida de la cual hablaban Finkielkraut y Berlin. Él es hijo de la importancia que en su casa dieron a la violencia; yo soy fruto de la desazón que he vivido a mi alrededor para preservar la memoria. Él no acabó los estudios y yo es posible que no tenga hijos.

La sangre siempre llega traumatizada del pasado y a veces la verdad que viene disuelta en el dolor se tiene que transmitir de una forma indirecta. Jordi trabaja en Mercabarna cargando cajas de pescado y tiene una señora que habla en castellano. Cuando leía Finkielkraut y Berlin ya hacía tiempo que no nos veíamos casi nunca, pero su recuerdo tenía más influencia que el ejemplo de los compañeros que estudiaban por inercia en la Universidad. Al final, las cosas importantes no se transmiten a través de discursos de catedrático, sino a través de pequeños gestos, aunque lo gesticulador no siempre sea consciente.

Desde donde escribo, he visto hace un rato como salía a la azotea de su casa para tender la ropa. Cuando éramos amigos no iba tatuado, pero ya tenía un cuerpo imponente, de fortaleza inexpugnable. Tiene gracia que después de tantos años volvemos a vivir el uno junto al otro, es como si se fuera cerrando el círculo. Su abuelo me dio la primera entrevista que publiqué en un diario al salir de la universidad. Hasta el año de su muerte gestionó mis tratos con la Hacienda española, a través de la asesoría que fundó de joven.

Cada año, cuando se acercaba el 22 de junio, me citaba en el despacho de la calle Provença y me preguntaba, antes de empezar a hablar de dinero. “Qué, ¿cómo va la política?”. “Aunque la gente de aquí no se lo imagine, yo soy muy de la ceba”. Tenía una voz afónica y una sonrisa traviesa, nadie habría dicho que se había pasado la vida callando como un muerto. Después de pasar por los dramas del Barça y del país, me preguntaba cómo iba el diario Avui. Entonces el Avui era un diario pobre que tenía el monopolio de la prensa en catalán. Yo le decía que cada día iba mejor, pero que la entrevista que le había hecho para el Quadern de El País era, todavía, la pieza mejor pagada de mi carrera. Entonces él se apoyaba en la silla y se lamía los labios de satisfacción, como un camaleón después de hacer el aperitivo.

Al final, aunque el resultado no sea perfecto, aquello que tiene un peso en el mundo es la lucha de cada cual para crearse un espacio de libertad. Por eso es tan importante saber distinguir los padres de los hijos, los colonos de los inmigrantes y los chicos que van a la universidad para quedar bien con la familia de los estudiantes vocacionales. Para vivir bien o para hacer algo de provecho, hay que aprender a convertir el veneno en una medicina. Son las cosas que pueden rompernos las que tienen capacidad de hacernos crecer, por eso decimos que lo que no mata engorda con este punto lúdico de sarcasmo y frivolidad.