La Constitución española está más que obsoleta. Su edad biológica contradice su realidad. No es cumplida por los principales protagonistas. Empezando por una monarquía empeñada en no perder privilegios y abandonando su función arbitral. Seguido de unos partidos políticos mayoritarios saltándose normas básicas de la gobernanza: desde incumplir los términos constitucionales  para las renovaciones de los órganos constitucionales, hasta la elección de sus miembros sin atender a la reconocida competencia o prestigio que impone, en buena lógica, el texto constitucional.

Todo eso abandonando principios elementales como la interdicción de la arbitrariedad, la proporcionalidad y el control de las fuerzas policiales; y con una sesgada y tendenciosa lectura del artículo dos de la Constitución que habla de la unidad de España, pero también de más cosas: del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones. Dejando de lado elementos de control, especialmente del Ejecutivo, como por ejemplo los decretos ley nulos por falta de cobertura constitucional y la urgente necesidad o la imposibilidad de entrar en determinadas materias. Resulta un poco escandaloso que lo que supondría un suspenso para un alumno, no tenga ninguna consecuencia para los gobernantes.

Pero al final, sí que hay responsabilidad: el sistema enferma y el ambiente político es irrespirable. Y el curso de las relaciones políticas de base impone su ley.

Hay que resaltar que la Constitución está llena de miedos. No me refiero al hecho de que sea fruto de tales o cuales aspectos de la Transición, la extraña regulación de la monarquía o la posición institucional del ejército. Me refiero al hecho de que los constituyentes tenían un miedo terrible a los cambios. Venían de una dictadura que se basaba en principios inamovibles. Los constituyentes, ya fuera de forma más sibilina y civilizada o simplemente por respeto al statu quo, no pudieron evitar la trampa de la trascendencia histórica.

Hay dos piedras, dos auténticas piedras, que en lugar de seguir el principio de Arquímedes, de servir de punto de apoyo para mover la Constitución, han sido dos frenos. Uno es el sistema de mayorías reforzadas por tantos y tantos asuntos constitucionales. En la práctica supone un puro obstruccionismo de minorías, incluso ante teóricas mayorías absolutas.

La Constitución está llena de miedos. Los constituyentes tenían un miedo terrible a los cambios. Venían de una dictadura que se basaba en principios inamovibles. Los constituyentes, ya fuera de forma más sibilina y civilizada o simplemente por respeto al statu quo, no pudieron evitar la trampa de la trascendencia histórica.

No solo los nombramientos de varios órganos constitucionales —curiosamente, no el Gobierno que puede ser constituido con mayoría simple—. La reforma constitucional (art. 168), la que afecta al título preliminar, los derechos fundamentales o la Corona es una auténtica pista americana que imposibilita a ciencia y conciencia la reforma. La otra vía, menos onerosa, no es nada fácil y puede ser sometida a referéndum. Ha sido utilizada dos veces: una por el voto de los ciudadanos europeos en las elecciones locales y la otra para doblar, a raíz de las crisis de 2008, las cuentas públicas a un estricto principio de equilibrio presupuestario que ha generado la sociedad más desigual de la OCDE. O sea que el segundo es un mal ejemplo de reforma constitucional. Además, en agosto y sin un debate digno de tal nombre.

Una constitución en la práctica irreformable, carece de válvulas de seguridad y, al final, explota. Ya pueden ir los de la ley ante todo con sus historias: la brigada Aranzadi será la primera víctima. El sistema español es política y jurídicamente incorrecto. La constitución alemana ha sido reformada 67 veces. Sin bloqueos, claro está. La Constitución en España es presa de la legalidad y no de la democracia. Pero eso bien que lo sabemos.

La otra inmensa piedra que se alza delante de la cueva en la que los autodenominados constitucionalistas, con sus obtusas interpretaciones, han introducido la Constitución, es la de un sistema electoral presentado como proporcional cuando no lo es. El del Senado no es tal como dice la misma Constitución. Sin embargo, hipócritamente, para el Congreso se finge que el sistema sí es proporcional. Con el sistema D'Hondt, que podría cambiarse dado que es de base legal y no constitucional, en las provincias pequeñas, en la España interior, vaciada o no, la proporcionalidad no funciona; es puramente mayoritario, en contra del mandato constitucional. Ni hay que mencionar el coste desmesuradamente desproporcionado —la proporcionalidad otro mandato constitucional que se marcha por el desagüe— en votos de un diputado entre Soria y Barcelona.

Se ha diseñado un sistema que es un pez que se muerde la cola: para reformarlo hay que obtener mayorías electorales que quieran cambiar la Constitución y que el juego entre mayorías y minorías parlamentarias no caiga, como ya pasa desde hace décadas, en el juego del obstruccionismo. Claro que, para un juego limpio y de progreso, hacen falta políticos no enrocados en el hábitat del obstruccionismo y comprometidos decididamente en pro de los usos democráticos.

En una palabra: obsoleta como está, la Constitución no pasa la ITV de la gobernanza como derecho fundamental. O sea que de democracia avanzada solo el lema.

P.S. Aunque con un ambiente diferente, Catalunya tampoco está muy lejos de algunas de estas prácticas. Si no, ¿por qué, de hecho, el sistema electoral es predemocrático y los órganos estatutarios sin renovar son legión?