Esta semana, Oriol Junqueras ha anunciado que quiere ser candidato a la presidencia de la Generalitat. Es bastante evidente que con una amnistía que no se desencalla —que a España no le interesa desencallar—, esta sigue siendo una especie de hipótesis suspendida en las circunstancias, pero de la voluntad de liderar persistente de Junqueras o del poder simbólico, aún político e ideológico, sobre su partido de Carles Puigdemont, se lee un anquilosamiento que llevamos años viendo que juega en nuestra contra. La represión política, el exilio y la prisión, sirvió para desviar la lucha por la liberación nacional hacia la lucha antirrepresiva de los líderes. Esta lucha antirrepresiva, aparte de ser una maniobra de distracción, si no autoimpuesta, aceptada por los partidos independentistas, entronizó los liderazgos del procés de tal modo que hoy hacen de tapón.
Sin frivolizar con las tensiones y las consecuencias personales que ha tenido que cargar cada uno, el hecho es que Junqueras y Puigdemont se han dedicado a agotar su condición de receptáculos del poso sentimental del uno de octubre para mantener sus respectivas cuotas de poder. Al hacerlo, han dejado el independentismo en standby hasta que, como mínimo, la articulación política de este independentismo se ha ido marchitando. En lugar de ser un movimiento político vivo, con capacidad para autorregenerarse, todo ello ha culminado en unos partidos independentistas petrificados, a los que los independentistas que ya había el uno de octubre, y que muchos no han dejado de serlo, no están dispuestos a votar. La pérdida rotunda de credibilidad, consecuencia de la retirada del diecisiete, ha acabado empapándolo todo, no solo aquellos discursos que tienen que ver con la independencia o dependencia de nuestro país.
Junqueras y Puigdemont se han dedicado a agotar su condición de receptáculos del poso sentimental del uno de octubre para mantener sus respectivas cuotas de poder
Así las cosas, el descrédito político ha distanciado a los partidos de los electores de tal manera que muchos incluso han perdido el interés sobre quiénes son y quiénes dejan de ser los líderes de unos partidos en los que ya no puede ni quiere confiar. Sin este interés y sin esta confianza, la permanencia de los liderazgos independentistas se explica por ser una pescadilla que se muerde la cola: la despolitización y la falta de temple del movimiento que los hizo emerger, o que los convirtió en líderes, en vez de deslegitimarlos hasta perder esta misma condición de líderes, los ha anclado en lo más alto, deslegitimados. El secuestro emocional y personalista de la idea de independencia jugó aquí un papel importante, claro. Pero cuesta mucho pensar que la represión ejercida por el Estado español no se ejerció con la intención de que la cosa fuera exactamente por ahí. Con unas cúpulas de los respectivos partidos hechas a medida para que esto continúe de esta manera, no se vislumbra un horizonte en el que el movimiento independentista aprenda a regenerar sus caras políticas automatamente. De hecho, en la conferencia que esta semana dio Oriol Junqueras para anunciarse, hablaba de “una nueva ambición nacional”. Es curioso que nadie se dé cuenta —o que nadie se quiera hacer cargo— de que estos cantos forzados al futuro apuntan en la dirección opuesta.
Nuevos liderazgos, desengañémonos, han llegado. No han llegado a la cima del partido del procés, pero la irrupción de Sílvia Orriols en el panorama político catalán y la predisposición de una parte del electorado independentista a confiar en ella acríticamente, bebe de la desesperación por forzar un cambio. Y de la frustración generada por el procés, por el postprocés y por una mala gestión de las urgencias que presenta el país, tal como se ha dicho y escrito muchas veces. Parece que es necesario algún batacazo electoral más para que algunos se den cuenta del descrédito que arrastran y arrastrarán, y del hecho de que no bastará con campañas de marketing y logos y colorines nuevos para borrar según qué cosas. De hecho, lo que les ha permitido seguir en la cima de los partidos, el valor simbólico, ahora que el país ha entrado de lleno en la etapa del socialismo polarizado con la extrema derecha, es lo mismo que acabará condenándolos.