El vocabulario es la base moral de la política; por eso, cuando Salvador Illa dice que para "normalizar" Catalunya haría falta que Puigdemont o Junqueras pudieran concurrir a unas elecciones al Parlament, el propio president sabe que no utiliza un término nada neutral. En primer lugar, la normalidad (o todavía más en concreto, la "normalización") es la palabra con la que los catalanes se han referido durante lustros a la política lingüística relativa a la inmersión. Tras años viviendo en una fantasía en la que uno pensaba que el catalán era la lengua vehicular en la educación y en la mayoría de asuntos de la vida cotidiana, como el comercio y la sanidad, ahora comprobamos que el sistema fue una especie de wishful thinking que ocultaba una sociedad en la que la diglosia y el falso bilingüismo aniquilaban la lengua de forma paulatina. Por lo tanto, la normalidad nos lleva directamente al símbolo pomposo que tiene como objetivo tapar el mundo de los hechos.
A su vez —y esto es especialmente relevante en la figura de un exministro de la sectorial sanitaria en tiempos pandémicos—, el vocabulario de la normalidad nos obliga a viajar a los tiempos en los que el estado de excepción vírica comportó una turbo-recentralización del Estado como vía alternativa para dinamitar el ya escaso poder de las autonomías. Hablar de todo esto parece retrotraernos al neolítico, pero el lector recordará perfectamente como —durante el apogeo del pavor que provocó la Covid— los gobernantes españoles se referían a menudo a la gestión pública posterior a la irrupción del bichito maléfico como "la nueva normalidad". Esta, en definitiva, fue la expresión más embellecida con la que los burócratas ministeriales querían hacer entender a la población que la libertad de las últimas décadas llegaría a su fin; no hace falta ser un conspiranoico para ver que esta coacción no solo se refería al ámbito sanitario.
Cuando la primera instancia del país convoca a los antiguos líderes del procés a sumarse a la "normalidad", en resumen, certifica que el clima de pacificación autonómica vive bajo la amenaza de la excepcionalidad y de la libertad condicionada. Esta intención no proviene únicamente de la mala leche del presidente 133, sino que ha sido dócilmente facilitada por Puigdemont y Junqueras, que hipotecaron su libertad política a la magnanimidad de la amnistía (en sí misma y por definición, un poner entre paréntesis la legalidad vigente para apelar al bien mayor del perdón). Paralelamente, los términos de expresión del president denotan —en un plano inconsciente, si se quiere— que el propio Illa es lo suficientemente sabedor de que él no pasaría los días en la plaza de Sant Jaume sin la aplicación del artículo 155 y la sufrida tarea de los abstencionistas indepes. Cuando el president se adueña de la normalidad, también asume el monopolio de la violencia.
Cuando la primera instancia del país convoca a los antiguos líderes del procés a sumarse a la "normalidad", certifica que el clima de pacificación autonómica vive bajo la amenaza de la excepcionalidad y de la libertad condicionada
Mientras en el mundo las relaciones (naturales, añado) entre la fuerza y la política se hacen progresivamente evidentes y el derecho internacional cada vez se asemeja más a la poesía, en tribus como la nuestra comprobaremos como este clima de coacción se ejerce de un modo más soterrado y miserable. Esto explica fenómenos de apariencia tan distinta como la interiorización del papel de la Generalitat postprocés como órgano represor y que el independentismo cada vez compre el imaginario de Aliança Catalana con más desvergüenza. Mientras Illa podrá ir describiendo el independentismo unilateralista como "no normal" —o directamente "anormal", como pasaba en la gran Young Frankenstein—, a juntaires y republicanos no les quedará más remedio que agarrarse a la defensa nostálgica de una Catalunya de los seis millones donde, para salvar el estado del bienestar, habrá que dar la patada a muchos conciudadanos.
Habrá que estar bien preparado para todo esto, pues esta nueva normalidad no se cura a base de terapia (a saber, la labor de asumir las simbologías adquiridas como inventadas) ni con toneladas de vacunas que nos permitan respirar de nuevo. Se acercan días muy jodidos y habrá que tener mucha fuerza. Las palabras no son ninguna broma.