La derecha española vuelve a estar en pie de guerra. Siempre con Catalunya de telón de fondo. La reforma del delito de sedición los ha vuelto a encender. Y la respuesta no se ha hecho esperar. Marcha atrás en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. En la España del PP, Pedro Sánchez es un hombre que se ha vendido el alma al independentismo. Y la enésima prueba es esta reforma del delito de sedición que, según denuncian, está pensada para facilitar el retorno de los exiliados del 1 de Octubre.

Al revés, exactamente la misma reacción se produce en el otro extremo, blandiendo todo tipo de improperios y la enseña de Santa Eulàlia, evocando la mítica resistencia a muerte de la Barcelona asediada de 1714. Ahora, como parodia, versión Cuevillas. Reformar el delito de sedición es, para estos, poco más que una rendición y una nueva muestra de la sumisión republicana a la Moncloa.

Esta ira reaccionaria se expresó con toda nitidez en el acto de homenaje que se organizó el Legítim en el quinto aniversario del 1 de Octubre. La bronca y los insultos de todo tipo a la mujer que leyó la Declaración de Independencia que Él se había negado a leer —y a publicar en el DOGC— ejemplarizan perfectamente la deriva y la comedia, tan surrealista que daba miedo. Una actitud a imagen y semejanza de lo que había ocurrido en las últimas movilizaciones en la capital española convocadas por la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) donde se abroncaba e insultaba a los dirigentes del PSOE —que lógicamente ya han dejado de ir— e incluso a los de la derecha más blanda por connivencia con el terrorismo y por negociar la unidad de España.

El ruido de fondo es exactamente el mismo que el de los indultos a los presos del 1 de Octubre, también precedidos por todo tipo de suspicacias. Aquí, allí y más allá. Es obvio que el indulto no es la amnistía, aunque para la derecha española era una amnistía encubierta y para otros una vergonzosa excarcelación que solo se podía aceptar desde la compasión del perdonavidas.

El independentismo, para triunfar, necesita vocación de mayorías, no golpearse el pecho, que solo genera simpatías en un córner.

El Movimiento de Liberación Nacional Vasca se pasó décadas exigiendo la amnistía. Ni uno solo de los centenares de presos —miles después de tantos años— fue indultado. Al final se han conformado con un goteo de acercamientos, beneficios y excarcelaciones que todavía continúan. Y todavía es algo. Si hubieran tenido indultos todavía lo estarían celebrando. La otra vía, la impertérrita al desánimo del digamos nosurrender vasco, no solo no llevaba a ningún sitio, sino que cada vez era más marginal y autolesiva. A los vascos les va ahora mejor, sin duda, social y electoralmente han podido salir del callejón sin salida.

Para los presos del 1 de Octubre se arrancó un indulto, parcial. No fue ninguna amnistía —como los vascos, ahora todavía estaríamos en ello— ni siquiera un indulto total porque la malversación y la inhabilitación continúan presentes. Ahora, todos y todas ellas, están en la calle. Y aunque mezquinamente todo el mundo se ha beneficiado por igual, solo unos han puesto la pierna para conseguirlo.

La reforma —si es que prospera— no será la derogación de la sedición. Y no está claro su alcance. Ahora bien, es obvio que, como denuncia la derecha española, debilitaría el tipo delictivo y lo haría mucho menos punitivo e indiscriminado. Por eso ponen el grito en el cielo, como lo pone aquí el legitimisme anclado en el todo o nada. Es decir, en el nada. Peor todavía, reprobando —como en el infame quinto aniversario en el paseo Lluís Companys— toda posición que no sea la retórica de manta y máuser. Por eso el espacio político que se aferra es un centrifugador y un crematorio de vanidades que solo se entiende y cohesiona enfrente de, ante la imposibilidad de proponer nada tangible ni práctico.

Que los extremos se tocan es una evidencia palmaria. Que seguir haciendo el tonto no solo no lleva a ningún sitio, sino que proyecta el independentismo como una minoría tan ruidosa como estridente, también. El independentismo, para triunfar, necesita vocación de mayorías, no golpearse el pecho —ante una creciente indiferencia—, que solo genera simpatías —a menos y a menudo histriónicas— en un córner.