Las violaciones de derechos humanos pueden cometerse de muy distinta forma y es innegable que, en función de la forma en que se produzcan, muy diferentes terminarán siendo las consecuencias y las secuelas que padecerán quienes han sido víctimas de tales abusos; no es comparable el sometimiento a torturas a la privación de otro tipo de derechos fundamentales como, por ejemplo, el del secreto de las comunicaciones, la intimidad y la vida privada, pero el tratamiento que ha de dárseles a todas estas violaciones sí que es el mismo. No cabe duda de que siendo todos ellos parte de un paquete de derechos de los que somos poseedores todos los seres humanos, la violación de unos u otros no causa ni el mismo daño ni sufrimiento y sus consecuencias, en el tiempo —secuelas—, no son tampoco las mismas.

Sin embargo, todas las violaciones de derechos humanos comparten un posible efecto  “revictimización” o “victimización secundaria” que, explicado muy simplemente, consiste en el proceso por el cual la propia víctima de la violación de sus derechos humanos termina siendo incomprendida no solo en su sufrimiento sino, también, en las causas de la vulneración padecida, como si la culpa de lo sucedido fuese suya. Este proceso de revictimización tiene que ver, en gran medida, con el trato que las instituciones —autoridades, entidades, funcionarios, jueces, policías, políticos, etc.— dispensan a quienes han sido víctimas de violaciones de derechos humanos. No se trata de un fenómeno nuevo sino de algo ya muy bien estudiado y no solo aplicable a los casos de violaciones de derechos humanos, pero es a partir de estos de donde surge el estudio de su existencia, sus características y sus consecuencias.

Lo que está pasando a partir del “CatalanGate” es justamente eso: una revictimización de quienes hemos sido —tal vez seguimos siendo— víctimas de una violación masiva de nuestros derechos humanos entre los cuales, y según la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea —instrumento jurídico de derecho primario surgido para “reforzar la protección de los derechos fundamentales a tenor de la evolución de la sociedad, del progreso social y de los avances científicos y tecnológicos”— se encuentran la garantía de inviolabilidad de nuestra dignidad, el respeto tanto a nuestra vida privada como del secreto de nuestras comunicaciones y, en el caso concreto de los abogados y aquellos a quienes defendemos, también del secreto profesional.

Mucho se ha escrito ya sobre la gravedad del caso, de lo que implica el “CatalanGate” mediante el uso tanto del programa espía Pegasus como de los casos de espionaje político autorizados por el Juez Pablo Lucas Murillo; ahora, lo que toca es revisar cómo se está actuando desde el momento en que se ha conocido la existencia de este y cómo se ha reaccionado ante el borrador del informe preparado por la eurodiputada holandesa Sophia in 't Veld quien, además, no parece sospechosa de ser ni una radical ni una filoindependentista sino, más bien, una demócrata convencida y que ejerce de tal.

Las reacciones están siendo de todos los tipos, pero, de forma mayoritaria apuntan a lo mismo: negar la existencia de los hechos, desnaturalizarlos o justificarlos y, en el mejor de los casos, pretender mantener una suerte de equidistancia entre víctimas y violadores de derechos humanos; los hay que incluso, en el colmo del dislate, plantean que ha de hablarse con los responsables últimos de unos hechos que, además, vienen negando su existencia de manera sistemática.

Cuando se trata de derechos humanos, la equidistancia no puede existir, no debe existir y su sola existencia es el peor de los caminos para el esclarecimiento de los hechos (verdad), la exigencia de responsabilidad (justicia) y el restablecimiento de las víctimas en sus derechos (reparación).

Verdad, justicia y reparación no son ocurrencias mías, sino máximas aplicables a cualquier caso de violación de derechos humanos y son las reglas que se han de seguir, también, en el caso de la represión sufrida por parte del independentismo catalán y a quienes nos ha tocado defenderles que, por cierto, también somos víctimas de la misma represión.

Mientras el Estado no asuma los hechos y no aporte todas las claves faltantes para determinar lo sucedido, hasta sus últimos detalles, no se habrá conseguido establecer una verdad que nos permita pasar a la siguiente etapa, aquella de la exigencia de responsabilidades y que tiene dos vertientes: la penal, para los autores, y la política, para quienes dejaron hacer o han estado mirando para otro lado mientras todo esto sucedía.

Cuando se trata de derechos humanos, la equidistancia no puede existir, no debe existir y su sola existencia es el peor de los caminos para el esclarecimiento de los hechos (verdad), la exigencia de responsabilidad (justicia) y el restablecimiento de las víctimas en sus derechos (reparación).

De la reparación mejor ni hablemos aún, porque es evidente que nos hemos atascado, y mucho, antes de la primera fase, la de establecer la verdad.

En cualquier caso, es evidente que nunca se avanzará en la dirección adecuada —en la única permitida conforme a criterios democráticos— mientras se nos pida, a las víctimas, guardar silencio y mientras se nos proponga a las víctimas y al conjunto de la sociedad que la mejor fórmula de aclarar lo sucedido pasa por seguir dialogando con quienes ni tan siquiera quieren asumir como una realidad lo que se ha estado haciendo y, seguramente, se sigue haciendo: espiarnos, vulnerando nuestros derechos fundamentales.

En realidad, las autoridades políticas no pueden ni deben exigirnos silencio, no pueden ni deben exigirnos pasar página, no pueden ni deben plantear que se avanzará en el esclarecimiento de los hechos a partir de un fluido diálogo con la parte responsable de los mismos… esto ni es así ni es justo porque nos aboca al punto de partida de este artículo: revictimizarnos después de ser víctimas.

Otro tanto pasa con las autoridades judiciales que, por ejemplo, y en mi caso, antes siquiera de investigar los hechos, me ordena entregar mi teléfono a la Policía para que lo analicen en busca de pistas de algo que ya sabemos sucedió y ha sido cometido bien por el Estado o por aparatos paraestatales, que de haberlos los hay como ha quedado de manifiesto, recientemente, con las truculentas y desvergonzadas declaraciones del exministro José Barrionuevo.

Hace décadas se negó la existencia de los GAL como ahora se niega la existencia del “CatalanGate” y, en ambos casos, al final, la salida que se buscó y ahora se busca es la criminalización o responsabilización de las víctimas que es una reiteración en el sufrimiento, en la violación de nuestros derechos más básicos… es, simplemente, nuestra revictimización.

Los hechos sucedieron, no hay duda de ello, y los hechos no tienen justificación, al menos no desde unos mínimos democráticos; los autores materiales aún están por determinarse, pero los responsables últimos son, justamente, aquellos que lo ordenaron o que lo permitieron o que lo están tratando de tapar como si fuese algo que se nos vaya a olvidar.

Y, como ya decía antes, en materia de derechos humanos no existe ni es aceptable la equidistancia y, por tanto, aquí y ahora, lo que hay que hacer es definirse sobre el lado en que se está, si con quienes hemos sido espiados o con quienes nos han espiado; cualquier otro planteamiento no es más que una nueva forma de complicidad que termina resultando tan culpable como la ejecución misma del hecho.

En definitiva, y como no podemos guardar silencio ni lo vamos a guardar, que nadie pretenda silenciarnos y, de paso, revictimizarnos porque no lo vamos a permitir.

En democracia hay líneas rojas que cuando se cruzan termina siendo un viaje sin vuelta atrás… los silencios cómplices son parte de esa travesía y la equidistancia un trayecto completo.