Catalunya no está en coma, como teme el diputado Batet. El país está muy vivo y sigue adelante tanto como puede. Lo que está en una fase soporífera es la política catalana. Y no porque el Govern de Salvador Illa no se esfuerce en anunciar iniciativas atractivas, sino porque se detecta una falta de credibilidad sobre la trascendencia de lo que se debate en el Parlament. Prueba de ello es el espacio secundario que los medios han dedicado al debate parlamentario de política general, a pesar de que la mayoría sobrevive gracias a las subvenciones institucionales.
La primera o segunda preocupación de los catalanes es la falta de vivienda, según indican las encuestas, y lógicamente el president ha centrado su discurso anunciando que buscará los apoyos necesarios para construir 210.000 viviendas nuevas, que se tienen que añadir a las 50.000 que prometió el año pasado. Ojalá lo consiga, pero la incredulidad la han expresado de entrada sus propios aliados parlamentarios, ERC y Comuns, además del resto de grupos. Si no se lo creen ellos mismos, ¿cómo se lo va a creer la gente?
En un debate protagonizado por el problema de la vivienda, el Parlament de Catalunya ha rechazado la reivindicación del concierto, no porque los catalanes no lo quieran, sino porque los españoles no quieren que Catalunya lo tenga, lo que plantea un problema de representatividad democrática.
Hay motivos para el escepticismo. Catalunya tiene un déficit escandaloso de vivienda, pero sobre todo de vivienda asequible, es decir, de promoción pública, y esto requiere mucho dinero, tanto que no parece que el Govern de Catalunya tenga suficientes recursos y suficiente capacidad legislativa para remontar tantas décadas perdidas. España, y por extensión Catalunya, está a la cola de Europa en proporción de vivienda pública. En los Países Bajos es el 30%; en Austria es el 24%; los países nórdicos superan el 20%; Francia, el 17%, pero España, solo el 3,4%... ¡Y Catalunya, el 2%! En España, sin embargo, hay excepciones: el País Vasco tiene el 10% de vivienda protegida. En Navarra, el 21% de las viviendas construidas en los últimos 5 años han sido de protección oficial. El motivo es obvio: tienen el concierto económico, que les permite desarrollar políticas propias. Sin embargo, el Parlament de Catalunya ha rechazado el concierto económico, pero no porque los catalanes no lo quieran, sino porque son los españoles los que no quieren que Catalunya lo tenga. Si resulta que el Parlament vota como quieren los españoles y no como quieren los catalanes, tenemos un problema de representatividad democrática y la desconfianza está justificada.
Con todo, hay que decir que no tiene mucho sentido tumbar la resolución sobre el plan de vivienda del president Illa si partimos de la base de que todo lo que se haga para aumentar la oferta de vivienda debe ser siempre bienvenido, al menos para exigir después el cumplimiento de las promesas. ¿Por qué los grupos parlamentarios lo rechazan? Unos para disimular que, declarándose presuntamente independentistas, están dando apoyo y estabilidad a un presidente que fue partidario del 155; pero, en general, porque ahora la estrategia dominante de los grupos parlamentarios consiste en presentar iniciativas para que los adversarios voten en contra, bajo la infantil teoría de que “así quedan retratados”. Comuns, por ejemplo, apoya al Govern, pero quiere que se vote su propuesta contra la ampliación del aeropuerto sabiendo que no tendrá ningún efecto porque la perderá. El diputado Colomines me hizo llegar —y se lo agradezco— veintidós propuestas de resolución, todas muy catalanistas, tumbadas por PSC, PP y Vox, para concluir que “el tripartito unionista está muy vivo”. Tiene razón, pero, con todos los respetos, ilustre diputado, eso recuerda el chiste de Eugenio cuando decía: “Me encanta jugar al póker y perder”.
Este tipo de política es lo que alimenta el desencanto. En las sobremesas no se habla mucho de política catalana, teniendo como tenemos la cuestión de Gaza, los embates de Donald Trump, la polémica del premio Nobel, la crisis permanente de gobierno en Francia, el espectáculo continuo de la política española con un brillante guionista como es Pedro Sánchez; pero cuando intento hablar de política catalana, la frase más oída es: “Ya se las apañarán”. Con una terrible excepción: unos preocupados y otros interesados por la irrupción de Sílvia Orriols.
Pese a que los catalanistas están ahí, los partidos que deberían represepntarlos han roto la complicidad transversal y sus miserias han propiciado la irrupción de Aliança Catalana
El debate de esta semana ha constatado la desarticulación del catalanismo no como sentimiento de país —que sigue siendo tangible—, sino como movimiento político. Desde sus inicios, el catalanismo ha formado parte de las causas nobles de la historia. Siempre se ha situado del lado correcto de la historia. Siempre había primado el espíritu democrático que propiciaba una complicidad transversal. Sin ir más lejos, así fue con la Mancomunitat, cuando la Lliga de Prat de la Riba confiaba el proyecto de la Escola del Treball a un socialista como Rafael Campalans. También cuando Companys lideraba la respuesta antifascista con los Juegos Olímpicos Populares contra Hitler o intentaba, en plena Guerra Civil, proteger a los sacerdotes del asedio de la FAI. O cuando la Assemblea de Catalunya encabezaba la resistencia antifranquista. O cuando Pujol planteaba la convergencia de la pluralidad catalana e incorporaba a su proyecto adversarios políticos de la izquierda, como Josep Benet. También cuando Pasqual Maragall, siempre tan visionario, entendía que era necesario superar las divisiones mezquinas en torno a un gran Partit Català d’Europa. Eso se ha roto. En el debate de esta semana ha quedado claro que, pese a que los catalanistas están ahí, los partidos que deberían representarlos han roto la complicidad transversal y sus miserias han propiciado la irrupción de Aliança Catalana, que será el instrumento para situar el catalanismo al lado de la historia donde nunca quiso estar.