Si la nación española estuviera realmente viva en Catalunya, el 1 de Octubre nunca habría llegado a producirse. Este hecho tan sencillo se irá haciendo cada vez más evidente a medida que los efectos disruptivos de la inmigración vayan transformando el panorama político del Estado y del resto de países de la Unión Europea. Los traumas de las derrotas catalanas tienen tanta fuerza sugestiva en los debates políticos españoles que no dejan ver claramente la realidad.
La monarquía ha intentado resolver la crisis del régimen del 78 con la misma medicina que Franco utilizó para salvarse de la quiebra económica, y se ha metido en un problema de difícil solución. La inmigración que salvó el proyecto nacional de Franco no tiene nada que ver con la mano de obra barata que el Estado intenta utilizar para cuadrar las cuentas y disolver la fuerza nacional de Catalunya. El contexto también es muy diferente, porque Occidente ya no domina el mundo, y no tiene dinero para gastar en España.
Los inmigrantes de hace 60 años quizás venían a hacer de policía, pero eran mayoritariamente vencidos de una guerra que había servido para acabar de destruir la Catalunya de la Renaixença y de la Revolución Industrial. Los catalanes y los inmigrantes compartían las ganas de salir del pozo, además de un cierto odio al oscurantismo del Estado. Los movimientos vecinales —que ahora los “charnegos orgullosos” reivindican como si fueran cosa suya— encontraron el terreno adobado por una tradición asociativa muy antigua y robusta.
La inmigración de hace 60 años se benefició de los vacíos económicos y sociales que había dejado la guerra y de la eclosión de una sociedad de consumo promovida por Estados Unidos, que entonces estaba en un momento pletórico. La mano de obra que llega ahora no contará con ningún plano Marshall, ni con ningún ideal político aglutinador, como fueron la democracia o el pasado republicano idealizado, sea con Estatuto de Autonomía o sin. Los inmigrantes llegan a una Catalunya más exigente y consciente de sí misma, con unos niveles de educación que no podrán igualar, en general, ni siquiera con un par de generaciones.
Los partidos de Madrid han perdido la capacidad de aglutinar a España a través de un ideal fuerte de bien común
Aunque parezca contraintuitivo, la inmigración no pone tan en peligro la lengua catalana como el proyecto nacional español de base castellana. Catalunya ha perdido la posibilidad de ser libre por muchos años, pero el viejo Madrid ha empezado una huida adelante que empuja al Estado hacia el bloqueo. El auge económico de la capital acabará como la cultura del pelotazo de los años 90, pero con más tierra quemada y menos Europa. Los desequilibrios demográficos del Estado jugarán cada vez más en contra del tradicional predominio mesetario y socavarán todavía más la influencia del ejército, que es la máxima expresión del tribalismo castellano.
Tengo un amigo que dice que Europa abandonará a España a su suerte y que acabaremos viviendo en una especie de califato levantino de hegemonía marroquí. No digo que no pueda pasar, pero de momento el hecho es que los partidos de Madrid han perdido la capacidad de aglutinar a España a través de un ideal fuerte de bien común. La reacción española contra el 1 de Octubre se ha cargado el prestigio de la democracia en la periferia del Estado. No hay dinero para mantener el bienestar social más allá de la generación de los boomers. La lengua castellana ha perdido la superioridad que tenía con respecto al catalán y el vasco, y los gallegos tendrán siempre a Portugal.
El volumen que ha tomado la inmigración hace imposible que VOX o el PP puedan gobernar con un discurso xenófobo, pero también hace imposible que puedan gobernar con un discurso antieuropeo, porque Europa es la última defensa de los universitarios ante África. Los discursos de Sílvia Orriols rezuman algo que no se dice porque da miedo, y es que el 1 de Octubre dejó muy claro que la inmigración de hace 60 años no es un peligro para la convivencia en Catalunya. Los traumas de la guerra están cicatrizados y Madrid difícilmente podrá hurgar a través de los inmigrantes de nueva planta.
Con todo eso, en Catalunya se están amasando dos dinámicas que cada vez tendrán más influencia en la política española. Por un lado, hay un repliegue nacionalista, encabezado por Aliança Catalana, dirigido a cohesionar el núcleo del país. Por el otro, hay un movimiento de expansión, promovido por el PSC, que trata de aprovechar el desbarajuste que ha producido el independentismo para situar a catalanes en las estructuras decisorias del Estado. El viejo Madrid solo piensa en tumbar a Pedro Sánchez como sea, pero no parece que cuando él se caiga ningún dirigente del PSOE o del PP pueda reeditar los pactos que le permiten gobernar.
Barcelona y Madrid cada vez caen más lejos porque en una sociedad de castas como la que generará la nueva inmigración solo queda la nación como aglutinador espiritual. Es un fenómeno que se ve en Estados Unidos y en buena parte de Europa. El sistema político español está tan jodido que incluso podría ser qué Salvador Illa se convirtiera en el primer presidente catalán del Estado, en un siglo y medio. A medida que los votantes del 1 de Octubre se vean forzados a relacionarse con el poder sin la ingenuidad del viejo catalanismo, la química de la política española puede cambiar de manera sorprendente.