Como vamos hacia una catástrofe global, no tiene demasiado sentido dedicar el primer artículo de la temporada a recordar asuntos locales de menor importancia y que ya están previstos, como que el nuevo curso político viene determinado por elecciones, municipales, autonómicas, quizás catalanas y más tarde o más temprano generales españolas. De hecho, no es nada seguro que se cumplan las previsiones si nos quedamos a oscuras o sin calefacción para pasar el invierno o si la economía alemana, que es el motor de Europa, se queda sin gas, valga aquí el doble sentido. Y todo puede complicarse progresivamente también políticamente. En cuanto a elecciones, las primeras que vienen son las italianas, que, con los herederos orgullosos de Mussolini favoritos en las encuestas, ya se presentan como el primer estallido del cataclismo europeo. Pero, claro, si los italianos votan a Georgia Meloni, será porque volvemos a estar en aquella situación en que, entre lo de siempre y el caos, a mucha gente la idea del caos le resulta fascinante.

Que vamos hacia el abismo es una sensación que cualquiera puede tener cuando llena el depósito de gasolina, cuando le llega la factura de la luz, cuando no puede soportar la ola de calor o cuando una granizada le destroza el coche, pero la angustia ha sido alimentada con los mensajes apocalípticos que han lanzado estos días comandantes principales de la economía mundial o dirigentes políticos de referencia, como el presidente francés, Emmanuel Macron, que nos ha anunciado “el fin de la abundancia” cuando la mayoría aún no la había disfrutado. "Asistimos a una gran convulsión, un cambio radical —añadió el presidente francés— también es el fin de las evidencias: la democracia, los derechos humanos...". Y no lo decía como una amenaza, sino más bien para estar preparados.

Que la democracia está en decadencia lo sabemos bien los de por aquí. Basta con leer el reciente dictamen del Comité de Derechos Humanos de la ONU contra la Justicia Española, relegado como una nueva prédica en el desierto. Significativamente, los mercados financieros, poco sensibles en cuestiones humanitarias, no le hicieron tanto caso a Macron como a Jay Powell, gobernador de la Reserva Federal, el banco central de Estados Unidos, cuando anunció que el aumento de los tipos de interés va para largo y caiga quien caiga… y siempre suelen caer los mismos: “Las tasas de interés más altas, el crecimiento más lento y las condiciones del mercado laboral más suaves reducirán la inflación —advertía Powell— pero también traerán algunos problemas a los hogares y las empresas. Estos son los costes desafortunados de reducir la inflación. Pero el hecho de no restaurar la estabilidad de precios significaría un dolor mucho mayor”. Dicho al modo bíblico, habrá llanto y crujir de dientes.

Intelectuales no precisamente de extrema derecha ya ven la catástrofe que se nos viene encima como un caos regenerador necesario para empezar de nuevo

Que la humanidad, poco o mucho, en los últimos años ha dado marcha atrás se comprueba fácilmente. Uno de los intelectuales más interesantes de esta época, Yuval Noah Harari, el autor de Sàpiens (2014) y de Homo Deus (2016), subtitulado Una breve historia del mañana, escribía hace sólo seis años que el hambre, la peste y la guerra habían dejado de ser las tragedias que determinaban el curso de la humanidad. Sin embargo, en poco tiempo hemos vuelto a tener hambre (sobre todo en África), una pandemia que no sabemos cuándo ni cómo acabará, y una guerra de consecuencias planetarias. Efectivamente, la única constante de la historia es que todo cambia, pero cuesta creer que la humanidad está más segura hoy que hace una década. Incertidumbres y/o inseguridades las tenemos en todos los frentes, como no las teníamos desde hace un siglo. Angustiados por la economía; asustados por los desastres que comporta el cambio climático; preocupados por esta pandemia y las que puedan venir; indignados por una guerra que parece interminable y absolutamente desconcertados con la política. En la opulenta Europa se han empezado a practicar restricciones al suministro del agua y se anuncian para este invierno restricciones de luz y gas. Hace unos años nos referíamos al català emprenyat, pero ahora cabreado está todo el mundo y en todas partes. Es el terreno abonado para los discursos baratos y/o apocalípticos que en otras épocas nos llevaron al desastre. Pero la situación es tan absurda que no solo la gente corriente, también algunos pensadores —no conservadores ni de ultraderecha, sino todo lo contrario— reflexionan positivamente sobre la posibilidad de un caos regenerador.

Ya hace doce años, es decir, después de la crisis del 2008, que comparada con la actual era una anécdota, el pensador francés Edgar Morin, publicó una recopilación de reflexiones bajo el título Vers l’abîme? (¿Hacia el abismo?), considerando que el caos no debe ser necesariamente destructor, sino renovador. "¿Nos encaminamos hacia una catástrofe? ¿La humanidad evitará el desastre o volverá a empezar a partir del desastre?", se preguntaba Morin, y él mismo se respondió: "Es necesario un cambio de vía, un nuevo comienzo". Desde el 2010 hasta aquí han pasado tantas cosas que las reflexiones de Morin han adquirido aún más vigencia. Un detalle. El éxito editorial de la temporada en Francia ha sido la última novela de Michel Houellebecq, Anéantir (Aniquilación, en la edición en castellano de Anagrama). El autor toca varios aspectos, sobre el sentido de la vida, sobre el amor y sobre la muerte y sobre la banalidad de la política. En un episodio de la novela, grupos terroristas extraños y desconocidos atacan un banco de esperma y un portacontenedores chino, pero sin causar daños personales. El protagonista, Paul Raison, asesor del ministro de Economía, reflexiona sobre los hechos y se siente mal consigo mismo, porque, según el narrador, es decir Houellebecq, “lo peor era que no podía discrepar con los terroristas si su objetivo era aniquilar al mundo tal como él lo conocía, aniquilar el mundo moderno”. Y la cuestión, como decía mi abuela, es que no sé a dónde iremos a parar.