Una de las maravillas de Roma radica en que la ciudad es inagotable en propuestas que quieren cambiar el mundo. Hay propuestas artísticas, de moda, gastronomía, ciencia, innovación. Y también desde la Santa Sede se multiplican las ofertas. Estos días en la sede de la Curia General de los jesuitas se celebra el congreso "El bien común en la época digital". La gracia es haber podido oír en una misma mesa gigantes de la tecnología con cardenales, personas que tratan con justicia social, las armas nucleares y expertos en inteligencia digital. Empresas como Mozilla, Facebook, Accenture mezcladas con palabras de cardenales que alaban la tecnología como medio para acercar personas o premios Nobel que advierten que el cambio de época no viene por la digitalización sino por una modificación de los patrones sociales que impactan también en la tecnología.

La Santa Sede mantiene la fuerza global de convocar a en una misma sala como nadie. Y lo tiene que aprovechar, pero estos grandes temas no dispensan la atención de los medios de comunicación, que se quedan a menudo con la anécdota. También es cierto que para ser citado o relevante en un medio tienes que ponerlo fácil, y algunos discursos etéreos no ayudan nada.

La prensa italiana dispensa atención a estas cuestiones. Los diarios amplifican qué dice el Papa en materias que nos afectan a todos, como el cambio climático, que para el pontífice es una cuestión ética pero también de igualdad y de justicia. El Papa está preocupado por el calentamiento global del planeta y reclama "responsabilidad y audacia", y repensar nuestro modelo de consumo y producción. Carles Armengol ha escrito un libro en que también pone en evidencia el riesgo del consumo exponencial. Es una evidencia de que no vamos bien.

Francisco está resituando también encima la mesa los temas del debate que lo inquietan. La persona humana siempre en el centro. Se ha enrabiado –con aquella vehemencia con que habla– cuando ante periodistas y miembros del Dicasterio para la Comunicación les ha hecho ver que estamos en una cultura excesivamente centrada en el adjetivo y no en el nombre. Cuando hablamos de alguien nos referimos enseguida a cómo es: esta persona es de esta o de aquella manera, poniendo siempre adjetivos o adverbios y lo anteponemos a lo que es la esencia. Bergoglio critica que esta cultura del adjetivo haya entrado dentro de la Iglesia y reclama al sujeto, porque tiene miedo de que con los adjetivos acabemos descartando a la gente. También en Roma el profesor Marc Carroggio explicaba a un grupo de comunicadores de universidades de la Federación Internacional de Universidades Católicas (FIUC) que para una buena comunicación hay que ser íntegro, y cuando se habla de alguien hay que hacerlo siempre como si esta persona estuviera presente. El Papa zen reclama, pues, austeridad en todos los sentidos: en el consumo, en el estilo de vida, en la comunicación: cuando habléis no hace falta que pongáis las fresitas sobre el pastel: la comunicación, si es auténtica y bonita (bella, en su italiano) no necesita artificios rococó. En el fondo se parece a Ratzinger, con su necesidad de hacer limpieza y de ser consecuentes, que a veces es más honesto que ser coherentes. La coherencia puede no ser ética. El cardenal mallorquín Lluís Ladaria, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, también se ha hecho oír en Roma, en este caso en una presentación de unos textos inéditos del entonces arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla: era un hombre que, sobre todo, rogaba. Se supone que es lo que tienen que hacer los papas, más que tomar decisiones. Bergoglio habla, hace declaraciones, llamadas, discursos. Pero es un papa que medita, porque sabe que sin silencio y foco todo se vuelve rococó y artificial.