Recuerdo que cuando éramos menores, saliendo de la escuela, con las amigas nos decíamos: al llegar a casa, nos picamos. ¡Que ya ves tú, si acabábamos de estar juntas un montón de horas y ya nos lo debíamos haber dicho todo! El caso es que si cuando telefoneabas al fijo la amiga no estaba, pues mala suerte y mañana será otro día o por la noche lo volvías a intentar. Solo si era urgente, claro, que como decían las madres y yayas: después de cenar ya no son horas de ir picando por las casas.

Con los años apareció el gran invento del contestador automático y como mucho podías dejar un mensaje de voz en caso de ausencia, eso si la cinta de casete no se enredaba antes ella sola. Y así, primero poco a poco y después a la velocidad de la luz, casi sin darnos cuenta, la tecnología se ha ido apoderando de nuestras vidas. A veces para hacernos más fácil el día a día. Otras para complicárnoslo todavía más.

Que los teléfonos móviles han cambiado la manera como miramos el mundo y las relaciones humanas y laborales es un hecho. A menudo, gracias a los avances —en pandemia se ha comprobado— hemos podido estar más conectados a pesar de la distancia. Sin embargo, también se han creado malos hábitos y dependencias. Del uso se está haciendo abuso, tanto en la manera de utilizar los dispositivos, como en la excesiva oferta de aplicaciones que nos controlan hasta cuántas horas dormimos —y a ti qué te importa— hasta los precios exagerados, por no decir inmorales, de algunos aparatos.

No habría que volver a la cabina telefónica pero quizás sí que nos convendría repensar cuántas veces dejamos de mirar a los ojos de las personas que tenemos en frente para mirar la pantallita que se ilumina. Cada input nos despista. Cada piticlín nos distrae. Y mientras tanto, la amiga, la pareja, el familiar que está con nosotros presencialmente en el bar, en casa o con quien estamos paseando tiene que esperar a que la otra persona acabe de contestar whatsapps o releer comentarios en Twitter.

No habría que volver a la cabina telefónica pero quizás sí que nos convendría repensar cuántas veces dejamos de mirar a los ojos de las personas que tenemos en frente para mirar la pantallita que se ilumina

A estas alturas ya debe haber en el mundo más teléfonos móviles que seres humanos, con la sobreexplotación de las ondas que eso también supone y con la pérdida de humanidad que implica. En principio las tecnologías nos tienen que acercar pero cada vez más nos alejan de la realidad. Se está más pendiente de colgar en Instagram lo que comemos que de comérnoslo con calma y en buena compañía. Que parece que antes ven el plato los followers que la persona con quien cenamos. Por no hablar de aquellos exigentes irrespetuosos que te dicen que cómo es que no contestas si hace tres horas que te ha escrito y que ya ha visto que has leído lo mensaje. No se les ocurre pensar que quizás no has podido o —por qué no?— directamente no has querido.

Hay situaciones que rozan directamente la mala educación. No, si te escucho igual. Tranquila, que puedo hacer dos cosas al mismo tiempo. Perdona, será un momentito y ale. Mirad, a no ser que sea una urgencia, eso no se hace. Tener móvil no quiere decir tener que estar siempre disponible o en línea. Depender de un aparatito que lo sabe todo de nosotros es un riesgo que si no se sabe gestionar puede actuar como una droga. Y no, no se controla como se quiere hacer creer. El móvil quizás sí que nos abra al mundo pero también nos valla las puertas de la vida palpable, del silencio necesario, del tacto. De las miradas.