“Perdóname por ir así buscándote / tan torpemente, dentro / de ti. / Perdóname el dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú. / Ese que no te viste y que yo veo, / nadador por tu fondo, preciosísimo”. Estos versos pertenecen a la primera estrofa de un poema de Pedro Salinas que trata sobre el amor y la necesidad de quien ama de sumergirse en la esencia profunda del ser querido. Nadar hasta el fondo del alma de la persona a la que quieres. Alfonso Carlos Comín le decía a su mujer, Maria Lluïsa Oliveres, “Tú has sacado de mí mi mejor yo”, cambiando el verso de Salinas, pero conservando la idéntica y poderosa idea de que cuando alguien quiere de verdad, busca la esencia del otro sin importarle la posición económica que tenga o su origen social. Sin minimizarlo por si esa persona es más o menos inteligente, ni sobrevalorarla por un éxito superficial que nos hace perder el tiempo. Todas las personas deben ser valoradas por lo que guardan en la urna más íntima. Se necesita valor para llevarlo a cabo, como también se necesita coraje para que una pareja acomodada y de tradición carlista optase por sumergirse en el mundo de los pobres de Andalucía bajo el franquismo.

El hijo del matrimonio Comín-Oliveres actualmente exiliado, el exconsejero Toni Comín, nos presentó así a su madre en el funeral que se celebró el pasado sábado en San Miquel de Cuixà, en una abadía de aspecto monumental y fría hasta decir basta. Maria Lluïsa Oliveres, fallecida el 8 de febrero, era una mujer que vivió ofreciendo amor, en primer lugar, a su compañero, que fue su pareja durante toda su vida, a pesar de que él muriera joven, a los cuarenta y siete años, el 23 de julio de 1980. Entre la muerte de los dos han transcurrido más de cuatro décadas y no ha pasado ni un solo día, desde el 1961, el año en que se casaron, que Maria Lluïsa no inundara con su entusiasmo y su energía amorosa el entorno familiar y social. Un amor inspirado por un cristianismo que combinaba el misticismo de Charles de Foucauld con el personalismo de Emmanuel Mounier. La humildad, en última instancia, del compromiso de vivir entre el ideal, abrazado a la palabra de Dios, y la necesidad de transformar esta “verdad” de la fe en una acción transformadora “para vivir plenamente las relaciones humanas”, como ella misma escribió en un artículo publicado en La Vanguardia el día de Navidad de 2004. El recordatorio contenía un fragmento de aquel artículo, acompañado de una fotografía de una Maria Lluïsa mayor y sonriente.

Solo unos pocos mueren manteniendo la esperanza. Aquellos quienes siempre abren puertas para dejar constancia de que apuestan por la vida y empujan la libertad, como proclama el estribillo de la canción de José Antonio Labordeta.

Tras la muerte de Alfonso Carlos, el órgano del PSUC, Treball, le dedicó, prácticamente en su totalidad, el número 638. El secretario general del partido, Gregorio López Raimundo, declaró que Comín les había demostrado que la fe cristiana no era incompatible con la militancia comunista y que, incluso, podía estimular la abnegación, la combatividad y otros rasgos peculiares de los luchadores por el socialismo. “Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia”, resumiéndolo en un eslogan. Una combinación que nos parece extraña a los que no profesamos ninguna religión. Antes de cerrar los ojos para siempre, en la UCI del Hospital de Lovaina, Maria Lluïsa cantó La Internacional con sus hijos. Esa oración laica también forma parte de las celebraciones familiares de los Comín-Oliveres. “Amor, alegría y tristeza suelen ir juntos”, decía Maria Lluïsa en el artículo citado. La vida es así de difícil. Solo unos pocos mueren manteniendo la esperanza. Aquellos quienes siempre abren puertas para dejar constancia de que apuestan por la vida y empujan la libertad, como proclama el estribillo de la canción de José Antonio Labordeta. Su canto a la libertad, aquel “Habrá un día / en que todos…”, recorrió las paredes del presbiterio donde en 1966 Pau Casals dirigió El Pessebre, tal como recuerda mi memoria de niño.

Maria Lluïsa afrontó muchas adversidades. No resulta sencillo mantener sola a una familia de cuatro hijos. Tampoco le resultó fácil sobreponerse a la muerte de su compañero y, más recientemente, a la de su hijo Pere, que era el segundo de los hermanos, el 23 de julio, el mismo día que su padre, pero de 2018. Pere falleció debido a una enfermedad terminal en Lovaina, al igual que su madre, para pasar sus últimos días en compañía del exconseller y de toda la familia. Los tres, Alfonso, Pere y Maria Lluïsa, ayer se reunieron en el pequeño cementerio de Castellterçol. El funeral de Alfonso Carlos fue oficiado conjuntamente por el padre abad de Montserrat, Cassià Just, y asistió a la misa el presidente de la Generalitat en aquel entonces, Jordi Pujol. El funeral de Maria Lluïsa en Cuixà fue presidido por Octavi Vilà, abad de Poblet, y no asistió ninguna representación de las actuales autoridades autonómicas. Es tan triste, que resulta doloroso pensarlo. Una extrema miseria moral. Donde parece que las puertas están cerradas, hay que aplicar la máxima de Maria Lluïsa: “No competir camuflándolo de competencia”.

Emprendo la vuelta a casa, desde la Cataluña del Norte, y me remito al precristiano Sit tibi terra levis. Sin pretenderlo, recito en voz baja el último verso del poema de Salinas: “Y que a mi amor entonces le conteste / la nueva criatura que tú eres”.