En la historia político-parlamentaria reciente es sabido que la exigencia estatutaria de que el presidente de la Generalitat sea escogido entre los 135 diputados que componen el Parlament de Cataluña tuvo una finalidad espuria: Tarradellas y la voluntad de evitar que se hiciese con la restaurada magistratura en los albores de la democracia que llegó con la Transición. Pasados los años es difícil recordarlo, y ni nadie en su momento planteó objeción, ni ahora se puede justificar que concurra en el ámbito autonómico catalán una exigencia que no se da en la presidencia del gobierno español, siendo ambas manifestaciones del mismo sistema parlamentario de gobierno. Llegados sin embargo al momento actual, tiene sentido preguntarse el alcance de tal exigencia, habida cuenta de que todos los actores en liza pretenden ver la paja en el ojo ajeno sin apreciar en ningún caso la viga propia, si la hubiera. En la interpretación del derecho el criterio finalista es solo uno de los posibles. Veamos otros.

La Junta Electoral Central ha dictado resolución por la que entiende que Quim Torra ha quedado desposeído de su acta de diputado, pero sin hacer ningún tipo de mención a su cese como president, ya que no puede hacerlo, pues su ámbito jurisdiccional es el estrictamente referido a la materia electoral. Opera en su resolución a instancia de formaciones políticas que pretenden con ello acelerar el momento en que el president tenga que dejar de serlo. Pero solo puede hacerlo para dar ejecutividad a una sentencia que no es firme por estar recurrida ante el Tribunal Supremo, y que le condena a pena de inhabilitación para el ejercicio de cargo público. Sin embargo, la cadencia no es tan sencilla, pese a quien pese y tenga o no los efectos políticos que algunos, quizás más de los que pensamos, quisieran.

La ley de Presidencia de la Generalitat, en sintonía con el Estatut, dice que el president debe ser escogido entre los 135 diputados, pero en ningún caso se alude a que tenga obligación de conservar dicha condición parlamentaria durante el tiempo que esté en el cargo. Si la JEC fuerza el concepto de ejecución más allá de lo razonable, es factible que alguien quiera, e incluso pueda, forzar el que parecería sentido razonable de ese mandato: en los sistemas políticos democráticos “lo que no está prohibido está permitido”, a diferencia de aquellos otros que, a izquierda y a derecha, pero contra el principio básico de libertad, afirman que “lo que no está permitido está prohibido”. La JEC parece obviar que su decisión podría potencialmente propiciar, mientras no hubiera pronunciamiento del Tribunal Supremo, que concurriesen dos presidents: el cesado, para el caso de que el TS (o el TC, o el TJUE) lo restaurase, y el elegido tras el cesado, que podría reivindicarse. Con al menos el mismo grado de legitimidad se podría decir que en un Estado constitucionalmente inspirado por el principio pro libertate el president que deja de ser diputado por fuerza o incluso por voluntad propia pueda seguir manteniendo la dignidad presidencial en tanto el Parlament no decida otra cosa, ya que en ningún momento se dice que dejar de ser diputado sea causa de cese en la presidencia.


¿Qué razón de peso hay para que el presidente del gobierno español pueda no ser diputado mientras sí tenga que serlo el president del Govern?

Yendo más allá, cabría pensar incluso en una mutación en el seno del bloque de la constitucionalidad, del cual forma parte el Estatut, producida por el hecho de que acostumbrase la presidencia a cesar en el escaño para ganar así su partido un diputado en el Parlamento, al correr la lista a su favor. Y si alguien objetara que se pervierte con ello el espíritu de la ley, volveríamos al principio, porque ¿qué razón de peso hay para que el presidente del gobierno español pueda no ser diputado mientras sí tenga que serlo el president del Govern? Y si decimos que el ámbito autonómico es distinto, lo mismo cabría preguntarse respecto de los consellers, pues comparten con los ministros esa libertad de ser elegibles sin posesión previa de escaño.

Sirva todo ello para ejemplificar lo absurdo de nuestra situación. A una más que probable deficiencia en la técnica legislativa, se añaden intenciones poco justificables para una u otra construcción jurídica. Si estamos transitando además un momento históricamente complejo en el que posiciones radicalmente enfrentadas pretenden utilizar el derecho en su propio beneficio, con interpretaciones que cada vez resultan ser más de parte, el cociente deviene inquietante: la confusión genera desconfianza, antesala de la deslegitimación. En ese contexto nadie gana. Alguien debería detenerse y reflexionar. Quizás entonces el resto también lo haga.