Cuando este escrito vea la luz será ya jornada electoral. Si se cumplen los pronósticos, la participación estará siendo alta y al final del día nadie habrá ganado de forma contundente, corroborándose así que el auge del independentismo ha dividido Catalunya en dos mitades con intereses y sentimientos más que enfrentados. Echar la culpa a unos o a otros por el hecho de reivindicar lo suyo es injusto, y los partidos que han basado su campaña en tildar de locos a los que no comparten sus ideas han hecho flaco favor a la convivencia que han dicho querer reivindicar. Sí es responsabilidad compartida de casi todos, sin embargo, haber querido hacernos comulgar con ruedas de molino, vendernos una realidad feliz en absoluto por el hecho de tener Catalunya un estado propio o hacer otro tanto basándose en el hecho de permanecer en España.

El nivel intelectual de los candidatos ha sido, en general, rayano en la indigencia. Que a las dos únicas mujeres enfrentadas se les preguntara por el número de parados que hay en Catalunya y ninguna supiera responder parece un insulto a mi género si la no respuesta la daban supuestas candidatas a presidir la Generalitat —las dos, y no una sola, parecían suplentes de un hombre que tampoco es, en ninguno de los dos casos, un “flecha” en casi ninguna materia. Puro argumentario de campaña y marketing de tercera categoría (o segunda, si es pagando mucho) han sido los protagonistas de los actos electorales. En los programas, que nadie se ha leído (tampoco yo), las mismas promesas de siempre, algunas tan poco meditadas como la de eliminar unos barracones escolares que en muchos casos son más lujosos y confortables que muchos colegios e institutos. Promesas de dinero que cae del cielo a ritmo voluntarista, cuando todos saben que la independencia real, la que cotiza en bolsa, no depende de tener un estado, sino de poderes más contundentes y en muchos casos más turbios. O, de lo contrario, de saber vivir sin depender de pisar al vecino.

Tal vez un día sepamos de dónde salió tanto dinero de algún partido concreto. Ese día habrá empezado el camino largo y difícil que separa este desierto moral de la verdadera democracia

El negocio electoral mueve tanto dinero, manipula de tal modo los intereses y ayuda a colocar los títeres propios con tanta contundencia de democracia supuesta, que ni la gente de la CUP (los más ingenuos, intelectualmente formados e ideológicamente tradicionales y ortodoxos) han sabido sustraerse a la fascinación de participar en el aquelarre. Y, por supuesto, nosotros, los comparsas de todo su juego, esta vez sí nos hemos creído que la cosa va de lo que decidamos, y estaremos a estas horas acudiendo en masa a las urnas para depositar nuestro sagrado voto.

Mañana (y pasado mañana) nuestra cartera estará igual de vacía, pero habremos creído conjurar los monstruos (si ganan “los nuestros”) o estaremos, si nuestra opción no ha vencido, tan hundidos en la miseria anímica como cuando pierde el equipo de fútbol de nuestros amores. Y todo volverá a comenzar. Los vividores de la política, los que no podrían ganarse un sueldo digno fuera de ella, se sentirán aliviados porque han alargado su contrato un tiempo más. Un tiempo que sin duda será poco, porque, si los pronósticos a los que aludía más arriba no se equivocan, la victoria no será de nadie y de aquí a nada seremos de nuevo convocados como extras del teatro. Porque nadie ganará ampliamente, a pesar de todos los esfuerzos y, en algún caso, un misterioso balón de oxígeno dinerario que ha llenado ciertas plazas (las más humildes, por cierto) de unos determinados, relucientes y numerosísimos carteles. Tal vez un día sepamos de dónde salió tanto dinero de algún partido concreto en un país en el que la gente se avergüenza de decir públicamente a quién financia. Ese día, cuando la transparencia sea una verdad, habrá empezado el camino largo y difícil que separa este desierto moral de la verdadera democracia. Hoy aún no es ese día.