Que nos encontramos en una fase de declive, como lo fue la caída del imperio romano, se refleja en el auge del relativismo, la melancolía de los filósofos, la insania de la autofagia populista y el infantilismo popular propiciado por un estado del bienestar que es negado mientras alimenta nuestras insaciables bocas. El sufrimiento y el fracaso se nos hacen insoportables. No hay héroes ni referentes que no lo sean solo para una parte, y la vacuidad no es una constatación fruto de la meditación.

Llevando el tema a esas cuestiones menores que nos entretienen cotidianamente, nos enfrentamos en España al final grotesco de un mini-ciclo semejante al de los años treinta. Lo evidencian la mutua desautorización entre los poderes del Estado y una maniquea falta de rigor en la aproximación a los problemas: todo es relativo, decía más arriba, pero “yo” tengo razón y “tú” (póngase aquí “nazi” o “fascista”, según sean posicionados el emisor y el receptor del mensaje) te encuentras instalado en el error.

Nuestra elucubración es de vuelo corto, pero el reto es hondo. En concreto, a mi entender, se trata de saber cuáles son los límites de la libertad y qué valor tienen las identidades en el siglo XXI. Libertad e identidad, porque, lo queramos o no, la ideología y el ámbito anímico-espacial en el que queremos defenderla son los dos temas de la filosofía pragmática, o, en fin, de la antropología política, aunque sé que casi me invento un nombre. La cuestión es si esos conceptos, igual que se distinguieron antes y después de la Revolución Francesa, son también ahora diferentes. Libertad e identidad de los antiguos, de los modernos, ¿y ahora de los posmodernos?

Una libertad que ha dejado de entenderse como reverso de la responsabilidad, para considerarla expresión del derecho a ser iguales, sin recordar que ni lo somos en otra cosa que en valor, ni la vida tendría sentido en la uniformidad impuesta. Pero la moneda que usamos está trucada y lo único que pretendemos es recoger, subvención mediante, la ayuda contra la que apoyar nuestro desánimo, que se hace mayor cuando el beneficio disminuye un poco, la parada del autobús está algo más lejos, la escuela o el hospital menos al alcance de un paseo. Hacer el mayor número de trampas fiscales después de habernos llenado la boca con la necesidad de instalar sobre nuestras cabezas un esfuerzo fiscal semejante al de los países nórdicos no deja de ser una broma macabra. Aparentando ser socialdemócratas, cuando nuestro estilo es liberal en el peor sentido de la palabra, en el único sentido en que no debería entenderse, una libertad solo para quien apoya su ejercicio en el abuso del otro. Del mismo modo ocurre que la necesidad de una regulación hipertrofiada se deriva del hecho de que algunos deciden ser tan listos como para saltársela sin querer sus consecuencias. En el fondo, pagamos muchos impuestos y se nos imponen infinidad de reglas porque algunos desconocen que la libertad, sin asumir sus límites, deja de serlo y se convierte en un riesgo para la convivencia.

En ese triste contexto la libertad propia siempre será considerada poca; la del otro, puro libertinaje

En ese espacio de libertad contaminada, de no libertad, por tanto, donde la gente puede confundir a un liberal con Franco y llamar “facha” a un almirante que murió antes de que Mussolini se hiciera famoso sin que nadie pestañee más allá de un día de periódicos, en ese espacio de indigencia intelectual con o sin máster, donde se dice que estamos ante la generación más preparada de la historia y ahora empezamos a saber que, como mucho, está más titulada que la precedente, la igualdad de oportunidades que alguna izquierda reivindica ahora como su mínimo sin recordar que ha sido desde siempre el ideal liberal, tiene la misma fragilidad de destino que la identidad.

Porque, en ese espacio, ¿qué papel ha de jugar la identidad? La de uno mismo, al menos, no podrá jugar ninguno, por el riesgo de aplastamiento entre los dos muros simétricos que suponen el igualitarismo y los discursos de la corrección que se van apropiando de nuestra libertad mental. Porque sobre la negación de la identidad individual se construyen los discursos políticos sin que ya partido alguno se pueda sustraer a su vaivén, en ese panorama ideológico en el que a lo sumo nos podemos definir como votantes quejosos y acríticos, seguidores de tal o cual gobernante a golpe de titular, por impactos mediáticos causados con nula comprensión de los efectos colaterales de su opción, siempre dependientes de la concreta satisfacción de una necesidad particular o de la aversión experimentada frente al adversario.

Así, concretamente en Catalunya, cada partido actual tiene su claro referente en los años treinta, y ya sabemos cómo acaba el cuento. Alguien me responderá que no es demasiado probable que el contencioso se resuelva ahora a cañonazos. Pero también es cierto que somos ahora menos resistentes al sufrimiento (hemos llamado “brutalidad inaudita” a la actuación de la policía el 1-O porque ni siquiera hemos comprobado en la vecina Francia —la de Macron, la de Valls— qué es un día de huelga con disturbios). En ese triste contexto la libertad propia siempre será considerada poca; la del otro, puro libertinaje. ¿Y la identidad? No sé si seremos capaces de reconocernos ante el espejo, vista la cantidad de identidades (múltiples identidades) con las que nos camuflamos para no enfrentarnos a quienes somos.