El debate sobre el derecho a morir ha enfrentado las sucesivas civilizaciones a uno de sus mayores tabúes. En el presente ya hemos dejado claro que nos orgullece creernos legitimados para decidir cuándo empieza la vida: “Tengo derecho a ser madre” –o padre, aunque en el padre es un decir de lo lingüísticamente correcto, porque en el fondo no lo tiene– es la expresión sociológicamente más genuina y recurrente de ese supuesto derecho. Pero también lo han plasmado la legislación actual en España sobre el reconocimiento del derecho de las mujeres a decidir sobre la gestión de su embarazo sin encomendarse a nadie, ni siquiera al padre, un padre que, de decidirse la mujer a tener al hijo de ambos, debería asumir una responsabilidad que en caso de aborto se le niega –para más de uno probablemente sea también un alivio, corroborando una intuición: que esto del aborto es más un invento de los hombres practicado sobre la carne de la mujer para liberarse de responsabilidades… al fin y al cabo ahora ya pagamos todos. Pero en fin, la chica del cuento ya puede decir que decide, aunque lo único que puede decidir se encuentre entre susto y muerte. Y elige, en soledad, la muerte.

Del mismo modo en que acabar con la vida deviene un derecho respecto del feto por mor de la libertad de su portadora, el propio cuerpo es también algo desechable en el misterio insondable que rodea al suicida. Solo nos atrevemos a emitir algún juicio en casos en que los daños colaterales van más allá de los que el suicida inflige a quienes le amaban por el hecho de que les provoca el dolor de la ausencia y un cierto sentimiento de culpa en la duda sobre si habría sido posible ayudarle a tener mayor apego a la vida. Casos en que los efectos aparejados a un suicidio van más allá de eso los hemos conocido con el avión de la compañía Germanwings, que fue estrellado con todo el pasaje por el piloto contra una montaña, y en menor escala se ha vuelto a vivir con la muerte de una niña de trece años y los varios heridos que provocó un conductor lanzándose contra ellos en su coche a gran velocidad en una pequeña localidad a las afueras de París.

Supongo que la mayoría creerá que la frase ad hoc es: “Que se mate, si quiere, pero que no moleste a los demás”, pero tal y como he dicho, ninguna de nuestras acciones da saldo cero, todo genera algún tipo de responsabilidad, nada, ni siquiera un mal pensamiento, el odio acumulado, es inocuo. Por eso podemos decir que el derecho a morir no existe. La pregunta eficaz tras lo hasta aquí descrito se refiere a la posibilidad de reconocerlo sobre todo cuando se debate en relación con personas que queriendo dejar de vivir, quieren que sea el Estado el que los suicide. Pero a mi juicio, y a pesar de que los casos extremos generan una solidaridad inmensa con el doliente, una respuesta afirmativa equivale a establecer la existencia de un derecho de la humanidad a trabajar en pos de su propia extinción. Cosa que tal vez, si nos observamos con atención, en nuestra relación con los demás y con nuestro entorno, pueda intuirse como nuestro mayor empeño.