El Gobierno de España parece tener siempre presentes sus dos proyectos estrella en relación con la cultura de la muerte, quién sabe si por su alianza con Unidas Podemos, o quizás porque, espero que sin darse cuenta, haya recuperado el espíritu de aquel PSOE que caracterizó la etapa final de la Segunda República. Puede que sean también cortinas de humo y escándalo tras las que ocultar eventuales tropelías económicas, como la subida de impuestos o el otorgamiento de subvenciones a amigos y futuros benefactores de puertas giratorias, esto último como siempre y en todo partido (y si no, que se lo digan al cúmulo de ministros colocados de consejeros). Pero también podrían ser verdaderos objetivos programáticos ocultados tras la cortina de humo mortal y miedo que genera la pandemia. En todo caso, tienen entidad en sí mismos tanto el cambio en la ley del aborto para garantizar que una adolescente menor de edad pueda acceder al quirófano con mayor facilidad que a un estanco, como la regulación de la eutanasia, también llamada eufemísticamente derecho a una muerte digna.

A las mujeres embarazadas se las deja casi en todo abandonadas a su suerte, incluso a aquellas que siguen adelante con la gestación en un país en el que aún no se entiende ni siquiera egoístamente la importancia de la natalidad para la supervivencia del sistema. A las que quieren renunciar a su embarazo necesitan decirles que eliminar la vida es un derecho para acallar la conciencia y así quitarse un problema de encima educadores y progenitores que han fracasado, acompañantes que quieren seguir con su vida sin añadir un problema o las propias chicas implicadas cuando se aterrorizan con las nuevas responsabilidades y el recorte en las expectativas de sus sueños. Nada que decir de la individual decisión de cada uno, pero sí mucho de quienes propician que, alzándolo a la categoría de derecho, dicen a la mujer (y sobre todo son ellas las que lo dicen) que en soledad existencial asuma el riesgo físico y la repercusión psicológica que pueda producirle, amén de obviar que en el asunto ha participado otro a quien solo se le da juego si la madre asiente. Se me dirá que el aborto clandestino o solo para ricos siempre ha existido, pero eso no justifica adjudicar al fracaso una apariencia de derecho. ¿No somos libres para mutilarnos y sí para abortar como si se tratase de una operación de cirugía estética?

Si todos somos iguales, e igual valor tienen nuestras vidas, igual debería ser la posibilidad de morir dignamente, esto es, de poder aceptar el final de la vida en paz

En la eutanasia el problema es bastante más triste, porque ejercer ese “derecho" significa asumir el final de la esperanza: por la insoportable gravedad del dolor o la sensación inapelable de ser una carga, un estorbo o una inutilidad en el final de la vida. Inválidos e inútiles debieron de sentirse quienes fueron cribados y desechados por su edad en los peores momentos de la pandemia que no acaba, causando además una erosión psicológica terrible en quienes tuvieron que decidir. Por eso pretende el gobernante dar naturalidad al sentimiento de desapego por la vida que se genera en quien se ve a sí mismo como un estorbo. Hacerlo por ley resulta más conveniente, económicamente sostenible, socialmente asumible.

Nos hemos hartado de decir que la vida humana es un valor en sí y que no es lícito discriminar por nuestra condición personal o social, pero parece que vale menos un octogenario que un adolescente, y algo parecido le sucede a un feto si su madre no está empeñada en que llegue al mundo. Pero igual que para cuando llegamos, también para cuando marchamos hay maneras distintas de afrontar los tránsitos, o cuanto menos el acompañamiento de sus protagonistas. En quien tiene que irse, cabe pensar en una manera distinta de afrontar el final que no sea decirle al doliente o postrado en fase terminal que estamos esperando a que desaloje la cama. Es posible, es factible y da unos resultados extraordinarios, se trata sencillamente (aunque no sea simple) de dar a esas personas unos cuidados paliativos acordes con su valor como ser humano, y a sus familiares, el acompañamiento necesario, tareas todas ellas en las que el voluntariado, siempre altruista y admirable, adquiere un papel de recíproca ayuda y crecimiento personal.

Eso es lo que ha decidido hacer la UIC-Barcelona a través de Cuides, su clínica universitaria de cuidados paliativos, construyendo e investigando además en un tangible de justicia social, ya que pretende extenderlo, si cuenta con el apoyo de una sociedad civil comprometida, más allá de quienes pueden pagarse ese cuidado en la despedida y ese acompañamiento de quienes rodean a quien se va. Porque si todos somos iguales, e igual valor tienen nuestras vidas, igual debería ser la posibilidad de morir dignamente, esto es, de poder aceptar el final de la vida en paz, dotándola también entonces de su pleno valor, lo que sin duda evita pretender acercar ese fin, que es lo que entendemos normal en cualquier otro momento de nuestra existencia. Hoy me enorgullezco de formar parte del proyecto global de la UIC, y colocar Cuides aquí, en la página que este diario me brinda quincenalmente, es mi forma de expresarlo. Así que gracias también a ElNacional.cat por hacerlo posible desde la libertad con la que siempre escribo en él.