Con toda probabilidad, la depresión está llamada a convertirse en la pandemia del siglo XXI. La decadencia, que ya alcanza incluso a lugares distantes de este enfermo occidente, se refleja en esa tristeza estructural y nihilista, que sobre todo acucia a la juventud, pero que se contagia con rapidez a mayores infantilizados y a niños que maduran demasiado pronto por la hipersexualización a la que se ven sometidos de forma inmisericorde por quienes luego se escandalizan de los casos de pederastia. Provocada ahora por el aislamiento, ayer por la falta de expectativas profesionales, crecientemente por la presión de las nuevas tecnologías y su ensordecedor ruido, el caso es que la tristeza se va instalando en las personas, pero sorprendentemente suele hacerlo más en aquellas que tienen que luchar menos, aquellas que en apariencia lo tienen todo. O casi todo, porque lo que han perdido es lo principal, el sentido de sus vidas, un intangible que permite levantarse desde el fondo del pozo, porque es el motor del alma, la gasolina del músculo.

El contexto le dice a la persona deprimida que lo que le sucede es una anomalía; que no solo tenemos derecho a ser felices, sino que en su entorno la mayor parte de la gente ha tenido éxito, que lo ha conseguido. Es posible que los recientes datos sobre la letalidad de Instagram en la construcción de la personalidad juvenil se refieran justamente a ese hecho: muestran, en general, como los anuncios televisivos de desayunos sin legañas ni prisas, a personas sonrientes y felices, de apariencia física perfecta envuelta en toneladas de maquillaje, vestuario y cosida a posturas imposibles, donde nadie es viejo, ni feo, ni gordo, donde casi nadie es nada, pero lo parece todo. Y el espectador, esa persona hundida, se hunde más y se le roba toda esperanza.

Provocada ahora por el aislamiento, ayer por la falta de expectativas profesionales, crecientemente por la presión de las nuevas tecnologías y su ensordecedor ruido, el caso es que la tristeza se va instalando en las personas

Pero la anomalía se ha convertido en regla general. Y la ciencia, siempre al servicio del progreso, anuncia ahora un invento médico que parece haber llegado para evitar ese sufrimiento. Parece mejor que tomar una pastilla, y sin duda requiere menos esfuerzo que practicar los libros de autoayuda con todos los consejos, más o menos acertados, más o menos sencillos de seguir, que incorporan. Parece ser una especie de marcapasos que se activa cuando los niveles cerebrales de ciertos compuestos necesarios para nuestro equilibrio emocional se alteran y provoca su suplementación artificial. La experiencia, que ha supuesto arrancar de la depresión a una mujer de más de 30 años que la arrastraba desde la infancia, corroboraría la tesis de aquellos que piensan que somos, también en lo que a las emociones se refiere, poco más que el resultado de un puñado de interacciones físicas y químicas, determinadas genéticamente, condicionables solo en parte por el entorno y reajustables a golpe de pico y pala, el pico y pala de la ciencia más exitosa.

Y, sin embargo, siglos después de Hipócrates, Galeno o Avicena, la pregunta sigue siendo la misma, la del porqué (que incluye por qué queremos ser felices y por qué, depresión aparte, cuesta tanto serlo), una pregunta que la ciencia desde siempre enmascaró con la del cómo sin que tampoco a ésta haya podido dar respuesta: ¿cómo se enferma la célula que provoca la tristeza (o que nos recluye en cama con fiebre)? En el fondo es la misma pregunta que retorna eternamente: hay una razón para estar aquí, con unas ciertas circunstancias intransferibles, como demuestra el hecho de tener cada uno de nosotros una huella dactilar que no es intercambiable. Un misterio la individualidad, un misterio la enfermedad, un misterio la propia vida, salvo si se deja de pensar y se atiende desde el corazón al latido de lo sagrado, a la intuición de que la clave nos trasciende y está aquí desde siempre, recibiéndonos, acompañándonos, esperándonos. Y diciéndonos que todo se resuelve en confiar y amar.