Leo que una investigación revela que los jóvenes de la generación millenial, aquella nacida entre el 1986 y 1996 (es decir, que muchos son postolímpicos, cosa que nos parece imposible a los que vivimos Barcelona 92) sienten ansiedad o pánico a la hora de hacer o recibir una llamada telefónica. Se ve que no están acostumbrados a ello y por eso se les ha bautizado también (venga, etiquetas) como generación muda. No son muy de hablar en conversación simultánea, sino más bien de ponerse delante de una pantalla y grabarse o de escribir mensajes, sea por Whatsapp, e-mail, Instagram o cualquier otra de las plataformas sociales, que yo ya me he perdido un poco. Prefieren que los dos interlocutores no coincidan en el mismo momento en que se están escribiendo (comunicación asíncrona) y eso, parece ser, les facilita la comunicación.
Esta cuestión ha llevado a abrir un debate en les redes: ¿hay que enviar un mensaje primero para preguntar si puedes llamar o se puede telefonear directamente, sin previo aviso? He llegado a encontrarme comentarios que consideran violencia el hecho de llamar sin preguntarlo antes, pero después resulta que hay gente que es capaz de dejar una relación por mensaje de whatsapp o que, sencillamente, desaparece de la vida de alguien sin más y no he visto tanto revuelo al respecto. Cierto: un mensaje de texto puede ser menos invasivo porque parece que no te pida respuesta inmediata (aunque hay gente que se enfada bastante si no les respondes al instante y los dejas en modo 'visto', con el doble check azul). Si la llamada es de trabajo y se tiene que convertir más en una reunión que en una simple conversación, es evidente que entonces quizás sí que es preciso agendarla. Pero para el resto de comunicaciones, tampoco haría falta poner el grito al cielo y que cada uno conteste cuando pueda y cuando quiera.
Sin embargo, y como suele pasar en muchos otros aspectos de la vida, son más importantes el cómo y el quién, más que el qué. Por ejemplo: a mí, sentir que suena el móvil y ver el nombre de alguien querido en la pantalla no sólo no me parece invasivo, sino que me alegra mucho y descuelgo en cuanto puedo. Ahora bien, si en plena comida me estorba un número desconocido para venderme seguros o para hacerme cambiar de compañía eléctrica, entonces sí que los enviaría (y los envío) de paseo sin muchas contemplaciones. No es lo mismo telefonear a una persona que casi no conoces de nada ―a quien quizás sí que hay que advertir antes, para no pillarla en mal momento―, que hacerlo a una amistad o familiar, con quien sabes que hay confianza: tanto tú para llamar como ella para no descolgar si no puede. Al final, más allá de los que tienen poca educación y todavía menos sentido común, la invasión de tu espacio y de tu tiempo depende basante de ti misma y de cómo te proteges.
Es más incívico mirar el móvil cuando estás hablando con alguien que llamar sin avisar de que vas a telefonear
De entrada, si has quedado con alguien y estáis charlando cara a cara, no mires el móvil (a no ser que haya una urgencia, ya nos entendemos), porque si no, le estás diciendo a esta persona que es poco importante la presencialidad y le demuestras que no te interesa mucho lo que te explica. Eso, chicos, para mí es mucho más incívico que llamar sin avisar de que voy a llamarte. Yo, si no sé quién llama, no lo cojo (con excepciones laborales, claro) y si lo sé ―porque ahora vemos el nombre en la pantalla― ya decido si descuelgo o no. Otra cosa importante: hay contactos que tenemos que tener guardados en la agenda más para recordar que no tenemos que descolgar si ellos nos llaman que no para telefonearles nosotros.
También es cierto que todas estas complicaciones antes no las teníamos: en las casas había un único aparato fijo (con suerte, también uno supletorio), toda la familia usaba el mismo y no podías saber quién te llamaba hasta que oías la voz, una vez ya descolgado. En aquella época ―no, no hablemos del jurásico―, según qué momento del día era ya se entendía que no se tenía que usar el teléfono, que no son horas de ir llamando por las casas, decían las yayas o las madres, y con toda la razón del mundo. Antes, si no estabas en casa pues, lógicamente, no podías contestar y listos. Y cuando nació el gran invento del contestador, dejaban un mensaje de voz grabado y tú cuando podías lo escuchabas, lo respondías y ale. El problema es que ahora la existencia del móvil, a pesar de hacernos la vida más fácil en muchos aspectos, también ha creado unas dependencias innecesarias y sus derivadas interminables.
Teniendo claro que cada uno haga lo que considere más apropiado y que no podremos cambiar a aquellos que no saben mostrar respeto ni tener prudencia, hay una serie de pequeñas medidas que podemos tomar nosotros para protegernos. De entrada, yo ya hace tiempo que en el whatsapp me quité la opción de que los otros puedan ver si los he leído o no (doble check) y también me he sacado la opción de que sepan cuándo ha sido mi última conexión. ¡Que no hace tanto falta de control, hombre! Que lleve el móvil encima no quiere decir que pueda hablar a todas horas. Después, a las personas importantes (aquellas que me pueden llamar a la hora que sea) les he asignado un sonido diferente, de manera que el tono de llamada genérico es el mismo para todo el mundo pero el suyo es otro. Así, si ponemos el móvil en modo silencio, no suenan más que sus llamadas, las importantes marcadas como favoritas. Otro pequeño deber sería no mirar el teléfono constantemente si estamos con alguien tomando una cerveza y poner el modo avión cuando nos vamos a la cama (o directamente apagarlo). Las horas de las comidas son para comer; las de dormir, para descansar, y también convendría evitar llamadas perdidas y encontrar más tiempo para mirarnos a los ojos cuando hablamos.