Los romanos celebraban la entrada del año nuevo durante el mes de marzo, en concreto, el día 21. Si lo miras bien, empezar el año con la primavera no está mal pensado. Es un mes que lleva implícito renacimientos varios, luz, flores y vida, ¿por qué no un nuevo ciclo? Traería buena suerte y todo. Además, si nos fijamos en el nombre latino de los meses precedentes no es difícil ver la progresión de los números: septiembre (7), octubre (8), noviembre (9), diciembre (10). Si seguimos contando, el duodécimo es febrero y, por lo tanto, si ponemos un poco de imaginación y subimos a la máquina de tiempo para viajar al pasado (una especie de DeLorean al revés), ya podríamos ir preparando las uvas. Esto del tiempo es muy relativo. Damos por hecho el calendario que tenemos, pero lo hemos inventado los humanos contemporáneos y modernos, como antes nuestros predecesores habían creado otro.

Aquel calendario romano fue sustituido, allí hacia el 45 a.C., por el calendario juliano —ideado por Julio César y de aquí el nombre tanto del calendario como del séptimo mes del año— hasta que se dieron cuenta de que este último acumulaba errores de cálculo en relación al calendario astronómico. Se ve que había algo que no cuadraba y las estrellas iban por un lado y nuestros días por otro. Total, que por este motivo, el año 1582, el papa Gregorio XIII quiso poner orden a tanta confusión y promulgó otro cambio, que es el que perdura hasta día de hoy: el calendario gregoriano. Se estilaba bastante eso de poner el nombre del inventor a la idea en cuestión.

El tiempo es el valor que le damos a la vida y pararlo sin que él se dé cuenta

Entre el calendario juliano y el gregoriano había una diferencia de unos 10 días y la gracia es que el pontífice se dejó de tonterías y no perdió el tiempo. ¿Cómo lo cuadró? Pues sin ninguna manía eliminó, así pimpam, 10 días del mes de octubre de aquel 1582, de manera que la gente se fue a dormir en día 4 y se despertó en día 15. Así, como si nada. Como aquel que jugando al parchís empieza a saltar casillas. Y así vivimos desde entonces, tú, como si los meses siempre hubieran tenido la misma duración, la largura que ahora contamos revisando los nudos de los puños para no equivocarnos. Y a final de este mes que hoy empezamos se hará el cambio de hora (horario de verano, le dicen), aquel que nos roba 60 minutos de sueño, sí, pero que nos regala un poco más de luz cada día y que hace que las puestas de sol se retrasen (eso si el toque de queda nos las permite ver, claro).

Visto en perspectiva, esto del tiempo es bien curioso. Tenemos la vida marcada por él y siempre dirás que nos falta, sin embargo, en paralelo, cuando queremos lo movemos adelante y atrás a nuestra conveniencia. Ahora me quedo 10 días por aquí, ahora sumo una hora por allí y ala: todos pendientes del reloj como si fuera un artefacto inamovible y él tuviera el poder cuando, en realidad, el tiempo no son las horas ni los meses, ni el tictac, ni la prisa. El tiempo es el valor que damos a la vida. No hace falta que sea Fin de Año ni primavera, ni pronto ni tarde, sólo hay que desafiarlo y saber que si somos felices, ya lo hemos hecho nuestro. Si ahora un meteorito viniera derecho hacia la Tierra, así sin avisar y sin tiempo de reaccionar, ¿dónde querríais que os encontrara el fin del mundo?, ¿qué ojos querríais estar mirando?, ¿a quién os gustaría estar cogiéndole la mano?, el tiempo también es eso: estar donde queremos estar y con la compañía que escogemos, pararlo sin que él se dé cuenta y que pasen las horas sin hacerles nada de caso.