Había fila india en todo la calle y la cola giraba el chaflán y recorría el perímetro de la manzana. A pesar de la espera, se podía ver cómo la gente sonreía por debajo de la mascarilla y charlaba con un gozo inusual, como renacido. Pocas veces estar tanto rato de pie se había hecho tan llevadero. Tanto confinamiento y tanta grisura acumulada... Los ojos que dicen que estamos, que queríamos volver a estar. Sí, riadas (y carcajadas) de gente haciendo cola para comprar una rosa, para hojear un libro. Si la cultura no es esencial, ya me diréis vosotros cómo se explica todo eso. Esta ansia de alimentar el alma.

Casi habíamos olvidado que es el día más bonito del año. Más bonito del mundo. Tanto, que algunos de la meseta se lo querrían apropiar, como para diluir la catalanidad, y crearon un cartel —que se parece bastante a la bandera de Turquía, ¿por qué será?— con un dibujito de Cervantes en medio del círculo y un título: 23 de abril, día del español. ¡Es para echar a correr! Eso... para confundir y generar malestar ¿sabéis? Como si un patrimonio inmaterial de la humanidad se pudiera desposeer con un invento efímero de morondanga. Quizás es que tienen que desviar la atención de su falsa democracia, que tolera la ultraderecha si ataca al enemigo común pero que se queja cuando la tiene en casa. Quizás es que aquellos que decían que nosotros habíamos despertado el fascismo ahora no pueden dormir tranquilos. Y ahora, unos y otros, tratan de poner parches para disimular y se llenan la boca hablando del 23 de abril cuando a ellos les pega mucho más el 23-F.

En la calle, lejos de quejarse, la gente le echaba humor y prudencia porque el gozo era tan grande que valía la pena todo. Porque quizás el viernes fue el primer día que olvidamos que todavía estamos en emergencia sanitaria y que venimos de donde venimos, porque todo parecía volver a la famosa normalidad. Porque que nos amábamos con la mirada y nos sacudimos de encima toda la ceniza del último año. Porque ya tenemos bastantes personas mayores vacunadas y eso hace que los yayos puedan pasear con sus nietos, abrazarse con amigos y perder el temor de salir a la calle. Son de los que más se lo merecen. Vacunas médicas y vacunas culturales, igual de necesarias. Justo hoy que acaba el confinamiento comarcal sin que se haya aplicado nunca el salvoconducto cultural. Ahora ya no hace falta, gracias.

Algunos hablan con la boca llena del 23 de abril cuando a ellos les pega mucho más el 23-F

Todo el mundo seguía en orden las incontables indicaciones, con ganas de hacer lo que fuera para poder quedarse en las calles todo el día si hiciera falta, que demasiado desiertos han estado últimamente. Oscurecía y todavía paseábamos. Con paciencia cada uno esperaba su turno y esquivaba acercarse demasiado al de delante o al del lado, como si tuviera uno de aquellos detectores de proximidad de los nuevos coches, que te ayudan a aparcar y que pitan cuando estás a punto de chocar con la pared. Una valla por aquí, un mostrador por allí. Una botella de gel hidroalcohólico en el medio. Entrad por aquí, salid por allí. Seguid las flechas del suelo, pagad con tarjeta, si puede ser. Todo el mundo organizado como si lo hubiera hecho así toda la vida y con aquella alegría de los días claros.

Un pueblo que tiene como su día más festivo una jornada llena de rosas y libros, a la fuerza tendría que salirse de todos aquellos avatares de la historia. Aun así, no se puede vivir de rentas ni quedarnos sólo con la perspectiva romántica del símbolo —necesaria, loable y definidora de pueblo—, porque como dijo Pol Guasch en su fabuloso discurso de Sant Jordi en el ayuntamiento de Barcelona, "la literatura no es retórica, es desvío. Política institucional y literatura son antónimos y seguramente nuestra tarea es no soltar del todo las palabras que la clase política y la clase económica roban y expropian. Creo que todavía tiene que llegar el texto que haga con el mundo lo que hemos sido capaces de hacer, entre otros lugares, en Urquinaona".

La Diada de Sant Jordi es siempre un día maravilloso. Una alquimia precisa de cultura, reivindicación y amor. Abrazarse con flores y palabras. Con lucha y música. Y si, encima, hacía dos años que no podíamos celebrarlo, pues había todavía más ganas amontonadas por todos los rincones. Nos moríamos de ganas de “ramblear”. La insistencia de los valientes, la perdurabilidad de las páginas escritas. Poesía e historias firmadas ante ti por la misma mano que las ha creado. La proximidad, el ejemplo para los hijos, la excusa perfecta para amarse y decirlo, si es que hace falta alguna. Las ausencias. Los reencuentros. Banderas a punta pala —menos en el cartel vallisoletano de la ciudad de Barcelona—, el amor, los besos. La verdad. El primer Sant Jordi sin alguien. El primer Sant Jordi con alguien. El primer Sant Jordi en pandemia (lo del año pasado no cuenta) y una inyección de moral: por fin un poco de luz al final del túnel, por fin un horizonte menos difuminado. Por fin.