"¡Jesús! ¡A comer!", gritaba su madre desde el comedor. Largo silencio como respuesta. Al cabo de cinco minutos la misma cantinela: "¡Jesús, la comida está en la mesa!", y Jesús que no aparecía por ningún lado. Finalmente, haciendo bueno el dicho, a la tercera fue la vencida y Jesús Moncada apareció en la sala donde lo esperaban su madre, Maria Estruga, y su hermana, Rosa Maria, en un pisito situado en el barcelonés barrio de Gràcia, donde fueron a vivir cuando, a principios de los años setenta, Franco les inundó medio pueblo y derribó el otro medio.
El escritor de Mequinenza estaba ausente. Su mano sostenía de mala gana una cuchara y removía la sopa rutinariamente pero su cabeza no estaba ahí, en aquella comida. "Hijo, que se te enfriará el plato, ¿qué te pasa?". El brillante autor levantó levemente la vista y por encima de las gafas respondió: "es que vosotros no sabéis en qué situación he dejado a uno de los personajes, allí dentro", explicó señalando su habitación despacho, desde donde trabajaba con máquina de escribir, libreta y pluma. Así era Jesús Moncada, el aragonés que escribía en catalán. El catalán nacido en Mequinenza. El ebrense universal. Sus libros lo poseían, se introducía dentro de la narración y se quedaba a vivir allí.
Recordando que faltó justo ahora hace dos décadas y con el objetivo de seguir homenajeándolo y difundiéndolo, varios actos por todo el país versan su figura estos días. Encuentros de lectores apasionados y expertos que leen sus pasajes favoritos de la obra de Moncada en unas reuniones culturales que se han bautizado como Sirgadas, en alusión y estima a su gran novela Camí de Sirga, la misma que, al ser publicada en sueco, hizo que su traductor en aquel idioma, Kjell A. Johansson, dijera sin ambages que había descubierto un serio candidato a ganar el Premio Nobel de Literatura. Quizás es lo más cerca que nuestra maltratada lengua ha estado de ganarlo, y habría tenido cierta gracia que fuera él, un catalán de la Franja con un acento tan fluvial, quien nos lo trajera para acá.
Trabajaba los textos tanto como podía, con talento, constancia, destreza, compromiso. Y con una lengua rica, única, elegante, divertida. Perdía el hambre y el sueño. Se enamoraba de las historias y nos ha trasladado este amor a través de la lectura de sus páginas. Los adjetivos lo obsesionaban: siempre numerosos y nunca sobrantes, cada uno aportaba algún matiz. Tenían que estar todos y él los ponía, haciendo compañía a los sustantivos y abrazando una gramática y una estructura prodigiosas. De bien pequeño lo fascinaba Jules Verne y de mayor fue su traductor al catalán. Pasó de leer Cinco semanas en globo en pantalón corto y rodillas peladas, a traducir La vuelta al mundo en 80 días, ya hecho un hombre. Tierno y meticuloso, irónico y tranquilo, también así —con estos rasgos de su carácter— fue como encajó la noticia de la enfermedad, el maldito cáncer de pulmón que hace veinte años se llevó su cuerpo, pero que no ha podido, ni podrá nunca, borrar la magnificencia de su excepcional legado.
Al vigésimo aniversario de su muerte, releerlo es el mejor homenaje. Su cerebro prodigioso trenzó relatos que son capaces de hacerte reír solo delante del libro en casa o en el tren
Él quiso que le esparcieron las cenizas por los restos de su antigua casa en el Poble Vell, aquel tramado urbano semiderrumbado que todavía asoma la nariz por la orilla. El espíritu y el esqueleto de unos edificios que agonizaron durante trece años, el tiempo que la dictadura tardó en construir los dos embalses que sentenciaron el pueblo. Hoy en día, las calles que quedaron sobre el nivel del agua son visitables —un cautivador museo al aire libre— y al llegar a la calle Saragossa, justo en el chaflán con el callejón de Sant Francesc, encontramos la siguiente inscripción:
A qui vingui a enderrocar-la
(per a escriure a la porta de ca meua)
Enruna-la, si cal,
però sense escarnir-la.
El que els teus ulls prendran per argamassa i pedra
és dolorida pell d'uns altres dies;
allí on no sentiràs sinó el silenci,
nosaltres hi escoltem les antigues paraules.
[A quien venga a derribarla
(para escribir en la puerta mi casa)
Derríbala, si hace falta,
pero sin escarnecerla.
Lo que tus ojos tomarán por argamasa y piedra
es dolorida piel de otros días;
allí donde no oirás sino el silencio,
nosotros escuchamos las antiguas palabras]
Sí, estamos en casa de los Moncada y este texto lo encontró su hermana —Rous para los amigos— removiendo papeles de Jesús, cuando él ya estaba muerto. Allí, sobre una elegante forja y en uno de los pocos pilares que queda de pie, la memoria estremecida del escritor y traductor continúa latente. Sus novelas y cuentos son un ejercicio de memoria que una nueva generación de lectores podrá descubrir gracias a la esmerada reedición de la obra completa que está haciendo Club Editor —con Maria Bohigas al frente— y gracias también a Rous: desde que faltó su hermano, el trabajo de su vida ha sido ponerlo en el lugar que le pertenece. En este contexto, sería una gran noticia —desde aquí lanzamos la petición— que se recuperara la obra teatral titulada Mequinensa que, estrenada en la sala pequeña del TNC en 2012 y bajo la dirección de Xicu Masó y la dramaturgia de Marc Rosich, subió a los escenarios las palabras de Moncada de una magistral y emotiva manera.
Leer Moncada ahora es sentir como todavía brama un río que cada día es menos vida, el querido Ebro que cortaron con dos pantanos enormes (Mequinenza y Riba-Roja) y que el capitalismo actual considera un daño colateral de aquello que llamamos progreso. Su cerebro prodigioso trenzó relatos que, a pesar de la lógica pátina de melancolía por la desaparición de su pueblo natal, son capaces de encanarte y hacerte soltar una sonora risotada, solo delante del libro en casa o en el tren. Una visión cómica de su universo que perdura cada vez que lo releemos o lo descubrimos, cada vez que nos sumergimos en sus historias y las hacemos nuestras, cada vez que convertimos la cotidianidad en mito, olvidándonos —como él— de la hora de comer.