Salvador Sostres intentaba convencer el otro día a los pobres lectores engañados del ABC que el PSOE está haciendo el trabajo sucio al PP de Aznar. Pedro Sánchez, escribía con nostalgia de momia resecada, "es como Felipe González pero sin su sentido de la grandeza". La tesis era que, con la amnistía, los socialistas están preparando el terreno para que salga un nuevo nacionalismo catalán que pueda pactar con la derecha de Madrid. Cada uno a su manera, todos los domadores del circo catalán repiten el mismo mantra patético.

Desde el final de la Restauración, todo el problema de Madrid ha consistido en fabricarse aliados en Barcelona. Con el asesinato del general Prim y el final de la Primera República, que fue un experimento liderado por catalanes, España perdió la capacidad de integrar el Principado en la vida política de Madrid. Desde la Restauración, cada régimen español ha venido precedido de un golpe de estado. Primero fue el general Pavia, después Primo de Rivera y, finalmente, el general Franco, con el permiso del general Sanjurjo y el coronel Tejero, que jugaron un rol más discreto.

Hasta ahora, Madrid siempre ha necesitado la violencia de los militares para crear las condiciones de una alianza más o menos estable con la clase política de Barcelona. Cuando no ha habido energía para dar un golpe de estado, la extorsión ha venido a través de fenómenos inducidos como el pistolerismo, que sirvió para acercar la Lliga a Madrid, o el obrerismo inmigrante, que dejó la Generalitat republicana sin el margen de maniobra que había tenido la Mancomunitat. El golpe fallido de Sanjurjo propició la aprobación del Estatuto republicano y el de Tejero la hegemonía de González que añora Sostres.

Ahora la extorsión sobre los políticos catalanes se intenta ejercer a través de los jueces, que son el grupo de poder que menos ha sufrido, hasta ahora, de los cambios geopolíticos y sociales. Así como en el siglo XX, los experimentos españoles se aguantaron sobre un ejército que vivía anclado en el siglo XIX, ahora parece que se trata de repetir la misma operación oscurantista a través de la justicia. Si la violencia contra Catalunya sirvió para disimular la decrepitud de un ejército sin honor y sin imperio, que había perdido el respeto de la población, ahora es la justicia española, la que se va vaciando de contenido para mantener la farsa unitaria.

La derecha de Madrid querría que los jueces extorsionaran a los políticos catalanes con mano dura y la izquierda querría que lo hicieran con más suavidad

Cuando Enric Juliana dice que vivimos un "momento catalán", y que estos momentos no suelen acabar bien, pero que sirven para impulsar cambios, quiere decir esto, aunque lo diga con el argot sumiso y fatalista que aguanta el negocio de La Vanguardia. El prestigio de la justicia española se juega en Catalunya porque Catalunya está indefensa, no porque la justicia española esté en condiciones de recuperar su prestigio. La derecha de Madrid querría que los jueces extorsionaran a los políticos catalanes con mano dura y la izquierda querría que lo hicieran con más suavidad. Pero la filosofía es la misma.

Da repelús ver como Iván Redondo repite los mantras populistas de Carme Forcadell para adaptarlos a una épica española. Da repelús porque su discurso solo funciona contra el PP; igual que solo funciona contra el PP el caudillismo de Abascal, que habla como si Castilla tuviera la fuerza demográfica y la población famélica de hace un siglo. Cuando Unamuno dijo a Joan Maragall que Catalunya tenía que catalanizar España, el abuelo del alcalde de las Olimpiadas le dijo que Catalunya no tenía fuerza para hacer esto sin desangrarse. Castilla está desangrada y si quiere conservar algo, haría bien en dejar en paz a los catalanes.

Catalunya es un caos superpoblado sin dirección política, ni casi columna vertebral, pero Castilla es un desierto liderado por una capital china que ha perdido la centralidad que tenía en el mundo hispano. Madrid destruyó el mundo convergente con el 155 y ahora no podrá rehacerlo. En su espacio ya no queda capital humano y, además, el marco político ha cambiado. Bruselas ha multiplicado su papel en la política española y el peix al cove ya no tiene sentido sin un horizonte de progreso y libertad y un centro de poder omnipotente y claro. Es lo que vio Sánchez, cuando llegó a Moncloa. Por eso trata a los catalanes y vascos más como aliados geopolíticos que no como hermanos nacionales o ideológicos.

A pesar de las oleadas de inmigrantes que el país ha absorbido, y los esfuerzos que se han hecho para mirar de doblar o comprar voluntades, los resultados electorales en Catalunya son los mismos desde hace más de un siglo. Antes se pedía la autonomía, y ahora la independencia, pero estamos allá mismo. El PSOE no podrá hacer el trabajo sucio al PP porque ya no hay grupos violentos que saquen lustre a los cojones de los patriotas, ni el mundo de la judicatura tiene la profundidad histórica del ejército. Si el PP quiere volver a mandar, tendrá que llegar a un acuerdo con el PSOE que no haga que los catalanes se sientan amenazados. Mientras tanto, Catalunya usará el PSOE para protegerse de España y el PSOE usará Catalunya para desgastar al PP.

Si nunca vuelve a salir algún partido que canalice la energía del espacio que ocupaba Convergència no servirá precisamente para apuntalar el bipartidismo español, sino para intentar sacar a Catalunya del estúpido siglo XX. Entender el siglo XXI, también es entender que de la estabilidad de España ya se encargarán los europeos.