Algunos de los hechos que suceden a España con relación a Catalunya me hacen recordar dos obras maestras de los profesores de la Universidad de Harvard, Acemoglu y Robinson. La primera, del 2012, trata, con visión histórica y en términos económicos y políticos, "por qué fracasan los países". Un premio Nobel afirmó que esta obra dejaba una huella como la que dejó Adam Smith con su obra La riqueza de las naciones, publicada en 1776. Los autores nos descubren el porqué de éxitos y fracasos de los países sobre tres aspectos: 1) el papel que juegan lo que llaman "élites extractivas"; 2) la calidad de las instituciones como factor determinante del progreso; y 3) la relación positiva entre sistemas políticos plurales y abiertos (léase democracia) y la calidad de sus instituciones.

Unos años más tarde, en el 2019, los mismos autores publicaron otro libro, también relleno de referencias históricas, sobre por qué algunos países se rigen por la libertad y otros por el autoritarismo. La libertad —sostienen y demuestran— circula de manera dinámica en el tiempo por lo que llaman un "pasillo estrecho", una zona por la que se transita bajo las fuerzas de dos factores con intereses opuestos: el Estado (con los grupos de interés político y económico a los que representa) y la sociedad.

Es probable que el lector se pregunte por qué hago referencia a estas obras de economistas altamente acreditados. Pues porque las tengo siempre bastante presentes, y confieso que me ayudan a entender hechos económicos y políticos que me rodean. Por ejemplo, cuando hablamos de élites extractivas, no puedo dejar de pensar en las conexiones entre las inversiones del Estado y los empresarios que ocupan la tribuna del Bernabéu; o en las puertas giratorias de la Administración como sistema de retribución aplazada a legisladores y altos cargos públicos; o, incluso, en la extracción de recursos económicos que hace el Estado español de Catalunya, históricamente, año tras año, mes tras mes, día tras día.

Cuando hablamos de calidad institucional y de democracia, se acumulan los indicadores que expulsarían al Estado español de la lista de democracias avanzadas. En los últimos años, y solo a modo de ejemplo, hemos visto a un rey que se largaba salpicado por corrupción y hemos visto a otro que hacía política activa en vez de hacer de jefe de Estado. También hemos visto condenas exprés al catalanismo por parte de una cúpula judicial altamente politizada, a la vez que se hace el sueco ante ataques fascistas. Por no citar a un Estado que hace apalear a personas que van a votar o las numerosas actuaciones del deep state contra el independentismo, en un "todo vale" porque la unidad es un bien superior.

Pues esta semana pasada hemos asistido a un episodio más del deterioro del Estado en el que estamos instalados, cuando un ex alto cargo de la seguridad vincula de alguna manera los servicios de inteligencia españoles con los atentados terroristas del 17-A del 2017 a Barcelona y Cambrils, que causaron 16 muertos y 140 heridos.

Desde el inicio, en círculos privados, había mucha gente que sospechaba de reojo que el atentado podía estar relacionado con el referéndum del 1-O. El proceso judicial por el atentado arrojó muchas sombras de duda sobre este tema. La negativa de partidos políticos alarga las sombras; y ahora, un excomisario ante un tribunal afirma (y reafirma posteriormente) la relación entre el deep state, los atentados y el referéndum.

El hecho de que, presuntamente, un Estado pueda estar implicado en atentados en que mueren ciudadanos suyos y personas de otros países es de una gravedad extrema; que eso esté relacionado con una votación, con poner una papeleta en una urna, sería al mismo tiempo un indicativo del inconmensurable valor que le da el Estado a la unidad de España y un indicativo vergonzoso de la calidad institucional y del bajo valor que se le da a la democracia.

Sin embargo, el que es peor de todo, el que pone de relieve la categoría del sistema democrático e institucional español, es que representantes políticos, ante las sombras de duda, opten repetidamente por correr una cortina, para impedir que se investigue a fondo unos hechos que han costado vidas humanas, que se sepa la verdad, sea cual sea. Literalmente decadente y democráticamente reprobable. La única salvaguardia que les queda a los demócratas es confiar, en este caso y una vez más, en la justicia europea. Amén.