Cualquier aficionado a las series televisivas ya sabe que ni el escenario en el que pasan ni el tema sobre el que aparentemente tratan definen de qué van. House pasaba en una clínica, The Newsroom en un estudio de informativos de televisión y Merlí en un instituto, por mencionar sólo tres ejemplos, pero estos decorados escenográficos constituyen el espacio de unos conflictos que los desbordan y que pretenden, a través del uso retórico de la sinécdoque (la parte por el todo), hablar de más cosas que las que afectan, estrictamente, a las problemáticas de los lugares en los que ocurren. De forma análoga, aunque el contenido o el tema de estas series aborden, a veces con detalles de guión con apariencia de verosimilitud, el mundo de la medicina, el periodismo o la filosofía, no es tampoco de estas cosas de las que realmente habla. La medicina, el periodismo o la filosofía son, podría decirse, poco más que una excusa o, si se quiere, un detonante para conflictos de otro tipo, que constituyen, en realidad, la materia prima en torno a la que se articulan los conflictos de las series. Por eso, no es extraño que a quien menos guste una serie como House sean los médicos; que los periodistas encuentren artificiosa e irreal la realidad del periodismo que The Newsroom revela, o que los profesores o los filósofos no sean capaces de reconocerse en el mundo de Merlí.

Eso no dice nada en demérito de estas ficciones televisivas, ya que su oportunidad y su posible acierto no deriva de la capacidad de reflejar las realidades concretas que escenifican. Tampoco Edipo rey va de las monarquías griegas ni las tragedias de Shakespeare, del mundo isabelino. La ficción siempre toma su punto de partida de la realidad concreta, que muy a menudo constituye el escenario y la trama, pero su dignidad y, cuando se produce, su grandeza, depende, precisamente, de la capacidad de desbordar sus universos de referencia. Es cosa sabida.

Y, sin embargo, pese a ser un mecanismo habitual en las ficciones occidentales, el pacto sobre el que se funda el principio de la mímesis, que es la capacidad de reconocer el mundo al que hacen referencia, tiene tanta fuerza que acostumbramos a dar validez de realidad a los mundos que convocan, aunque en ningún momento dejemos de atribuirle una naturaleza ficticia y, por lo tanto, más producto de la imaginación creativa que de la voluntad documental. Eso hace que, aunque sabemos que no hablan de medicina, de periodismo o de filosofía, tendemos a dejarnos llevar, en primera instancia, por lo que de estos mundos nos dicen, como si, efectivamente, fueran su reflejo fiel y verosímil. Pero si no vamos más allá de esta conciencia ingenua, corremos el peligro de pensar que, efectivamente, la medicina y la vida clínica son como las retrata House; el mundo del periodismo y la televisión como lo representa The Newsroom, o la realidad de la enseñanza y de la filosofía como la presenta Merlí. Y entonces es cuando surgen los problemas, sólo por nuestra credulidad y por este acto que acaba tomando por real lo que sólo es ficción.

No es extraño que a quien menos guste una serie como House sean los médicos; que los periodistas encuentren artificiosa e irreal The Newsroom, o que los profesores o los filósofos no sean capaces de reconocerse en el mundo de Merlí

Me atrevería a decir que las grandes ficciones, las más sutiles y elaboradas, son las que pasan, con todas las garantías, la prueba de la verosimilitud, cuando el mundo del que hablan está presente sin imitarlo. O, si se quiere, las que, a pesar de ser competentes en términos de representación, consiguen, sin embargo, abrir sus mundos a otros mundos y problemáticas, que, aunque no sean los de la ficción, pueden fácilmente reconocerse. Diría que eso es lo que pasa no en las series mencionadas, sino en otras, que acaban por convertirse en referencia del género, como Los Soprano, The Wire, Mad men, Treme o Homeland.

Curiosamente, las tres series mencionadas como ejemplo (House, The Newsroom o Merlí), intentan sostenerse en la figura inquietante de un hombre, varón, histriónico e impertinente, competentísimo en su profesión pero insoportable, además de discutible en términos morales y éticos. Las tres sugieren un aspecto casi irresistible para la ficción, que se sostiene en la paradoja de una caracterización humana más que problemática, por sus opiniones y por su forma habitual de comportarse, por una parte, y por su indiscutible competencia en términos profesionales, por otra. Como si, con eso, se sugiriera que todo está permitido y es legítimo o defendible, aunque contradiga las mínimas normas de socialidad o de moralidad, mientras su capacitación profesional sea inatacable.

Así, se vendría a sugerir que le es legítimo a la ficción justificar una naturaleza, en tantas cosas abominable, empezando por su clasismo o machismo, siempre y cuando, en el ejercicio de su profesión, demuestre una competencia, estrictamente técnica y disciplinaria. Con eso, ficciones como estas reanudan una convicción, fuertemente extendida, que permite pensar que un escritor (o un banquero), por ejemplo, puede llegar a ser un magnífico escritor (o un banquero) aunque sea moralmente indecente o reprobable. Pero esta es, a mi entender, una lógica perversa, capaz de disociar la moralidad de la profesionalidad, como si el ejercicio de una profesión, sea cual sea, pudiera ser evaluada, o admirada, como es el caso, con independencia de los criterios éticos con que valoraríamos a cualquier otra persona.

Esta, y no ninguna otra, es la incomodidad que, al menos a mí, me provoca una serie como Merlí, por hablar de la más próxima, capaz de articular una ficción tan efectiva, con respecto al mundo de la enseñanza, como fue aquella frivolidad de El club de los poetas muertos. Porque parte de sus efectos perniciosos radican, precisamente, en la vara de medida con la que, por efecto de la serie, se acaban valorando los prosaicos, poco heroicos y convencionales profesionales que hacen de la enseñanza no solo su ocupación diaria sino, como pasa en muchos casos, su pasión. Las aulas de los centros de enseñanza del país están llenas de personajes esforzados, competentes y apasionados que, sin embargo, no pueden disfrutar de este tipo de excepcionalidad moral que concedemos a los personajes de ficción, y a los que, como es evidente, no permitiríamos ni una sola de las frivolidades o arbitrariedades que concedemos a aquellos otros en el terreno de la ficción.

El protagonista de Merlí tiene tan poco de la madera que caracteriza a los profesores o los filósofos reales como tendría si fuera, por ejemplo, un mecánico en un garaje

No sugiero que nos enfrentemos a la ficción como si fuera real, porque no lo es. Solo me atrevo a insinuar que el protagonista de Merlí tiene tan poco de la madera que caracteriza a los profesores o los filósofos reales como tendría si, en lugar de ser lo que es y pasar la ficción donde pasa, fuera, por ejemplo, un mecánico en un garaje. Paradójicamente, la serie ha provocado, en un efecto que no deja de sorprenderme y del que parece que los responsables de la cadena se sienten orgullosos, un aumento más que significativo en las matriculaciones de las facultades de Filosofía. Como si esta onda expansiva de credulidad fuera, al fin y al cabo, paradójicamente, una muestra del acierto de la ficción. Al final, quizás, muchos habrán creído que, efectivamente, los gigantes son gigantes y no molinos. Pero, aunque la mona se vista de seda, mona se queda.