Últimamente, mi día preferido es el martes. Como no me toca escribir ningún artículo, me dedico a leer de forma caprichosa. En vez de desayunar con el ABC, El Mundo y el resto de rameras del Ibex-35, hojeo el New York Review of Books, el New Yorker, The economist o el suplemento de Artes y Letras del Financial Times.

El martes es un día que me recuerda a la niñez, cuando me levantaba para ir a la escuela y pensaba que tenía ganas de estar jubilado como mi abuela para no tener que hacer nada productivo. A veces empiezo a desayunar a las ocho de la mañana y llego a la hora de comer sin levantar el culo de la silla. Las horas pasan rápido cuando lees sobre temas que te despiertan la curiosidad pero que no te afectan de forma directa.

Es un consuelo saber que si me tocara la lotería no tendría que hacer extravagancias para evitar el aburrimiento. Este martes pasé la mañana con un par de artículos de fondo sobre la América de Donald Trump, un par más sobre la idea del poder de Vladimir Putin, y un ensayo sobre Elena Ferrante, esa autora enmascarada que la prensa ha descubierto quien es gracias a un ático de lujo que se ha comprado en Roma.

Después de comer tenía previsto ver Kill Bill pero buscando el mando de la Apple TV me encontré leyendo una edición en catalán de las Memorias de Voltaire. El primer libro de Voltaire que leí fueron las Cartas Inglesas. Debió ser durante el segundo curso de historia, en la asignatura de Pensamiento Político, porque las leí junto con el Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke, un folletín del Abad Sèyes y otro de Thomas Paine.

Cuándo compré las Cartas Inglesas, fumaba porros, jugaba a fútbol y la lectura me parecía una actividad de chicas ociosas y chicos enfermizos. Tenía amigas que me hablaban de los libros que leían. Recuerdo una que me perseguía para que leyera el Cor quiet de Carner. Yo me reía y les decía que valía más que dedicaran el tiempo a ponerse guapas y a follar mientras pudieran. Pero Voltaire me gustó enseguida.

Voltaire es como esos clásicos del pop que siempre te arrancan una sonrisa, pero que nunca te emocionan, ni los echas de menos. Después de las Cartas, leí otros libros suyos. Pero ni el Tratado sobre la tolerancia, ni el Cándido, ni los artículos de la enciclopedia me pareció que me aportaran nada nuevo. Supongo que hay escritores que te deslumbran y que hay otros que te hacen compañía.

Voltaire me gusta porque es entretenido y un poco cómico, de tan inteligente y racional como quiere demostrar al mundo que es. No sé qué piensan los expertos. La ironía volteriana debe ser una actitud sabia, pero a mí se me hace monótona. Prefiero a los autores que, cuando hace falta, bajan al barro; me parece poco natural escribir siempre a la misma distancia de la vida.

En la edición de las Memorias que leí el martes el esfuerzo que Voltaire hace para elevar el discurso, y desinfectar el texto de subjetividad, a veces queda ridiculizado por las notas del traductor, que va matizando las afirmaciones del autor con notas al pie de página. Voltaire habla más de los otros que de él mismo. Por ejemplo, recuerda la muerte de su pareja, Madame du Châtelet. Pero no cuenta que se produjo a causa de un mal parto, fruto de una aventura amorosa con un conde que lo martirizó de celos.

Las páginas que Voltaire dedica a Federico el Grandre son las mejores del libro. Nancy Mitford tiene una biografía del monarca prusiano que describe la sensibilidad artística del rey y la terrible relación que tuvo con su padre. Pero Mitford, que retrataba tan bien el amor en sus novelas autobiográficas, no tuvo la ocasión de conocer al rey Federico. Voltaire tuvo con él una relación muy larga y el retrato es menos preciso pero tiene más vida.

En las Memorias, el filósofo se sirve  de Federico el Grande para describir la vida de las Cortes y la influencia que los caprichos y los traumas de los reyes tenían en la vida de los hombres de su tiempo. A través de la figura del monarca, describe la creciente militarización de Europa y se explaia analizando la geopolítica como si fuera un mariscal de Campo. Cuando cuenta que nuestro archiduque murió de un empacho de setas, "y así cambió el destino de Europa", es difícil no recordar 1714. Hace gracia descubrir que Carlos VI, que traicionó a los catalanes, fue traicionado a su vez por el rey de la Prusia.

Al final de las Memorias la dentadura postiza de Voltaire se aferra como un perro en la pierna de Malpertuis, aquel matemático ilustrado que popularizó la ley del mínimo esfuerzo, según la cual el mundo está pensado para que todo funcione de la forma más económica posible. De repente, la ironía de Voltaire se descontrola. El autor de Cándido aprovecha todos sus recursos para ridiculizar a Malpertuis. Es evidente que hay un tema personal, más allá de las razones que presenta. Y si vas a la Wikipedia descubres sin mucha sorpresa que el matemático también fue amante y mentor de Madame du Châtelet.