Cuando Tsunami Democràtic (TD) se presentó en septiembre, escribí un artículo exponiendo las incógnitas que la iniciativa me generaba tanto a mí como otros analistas, como Joan Burdeus en la revista Núvol o el youtuber y periodista Albert Lloreta. Tres meses después, pasadas las sentencias, en puertas de unas Navidades con posible investidura de Pedro Sánchez y a raíz del fracaso de la tercera acción perpetrada por el Tsunami, es un buen momento para hacer un balance.

La crítica es relevante porque un sector de opinadores y periodistas de aquí empiezan a aplicar con el Tsunami el mismo grado de crítica que aplican a los partidos independentistas. Es decir, ni una. Para ellos, igual que quien pretende fiscalizar la acción de los políticos, quien critica TD es un exaltado que no toma ningún riesgo, pues tuitea desde el sofá. Se impone, pues, el relato que alguien que se enfrenta a la represión, aunque salte en medio del Parlamento Europeo en pelotas bailando Locomía, es un mártir a quien no se le puede reprochar nada, porque él está haciendo ALGO. Entre hacerle la pelota al Tsunami (o a los partidos) y cagarse encima hay un término medio, y es este término medio el que otorga a la sociedad la madurez necesaria para pensar por sí misma y articular cualquier lucha. Utilizar la justicia española para eximir a cualquier independentista de las responsabilidades que sus acciones causan al conjunto del movimiento es una muestra de inmadurez política alarmante.

En el artículo de septiembre apuntaba que, en el manifiesto de presentación, el Tsunami no hablaba de independencia y no quedaba claro por qué se movilizaban. La indefinición aguó la acción del Barça-Madrid: reclamar que el Estado se siente y hable en época de conversaciones entre PSOE y ERC por la investidura y llamadas entre Sánchez y Torra es un lema que confunde.

Aventuré que la ambigüedad del mensaje era calculada, con el fin de sumar a los comunes. Si bien no se puede saber si era la intención, sí que se ha comprobado, por vez número mil, que los comunes pasan de cualquier movida que suene a remotamente independentista si no les ayuda a quedar bien y ganar votos. Ellos tienen claro que su patria es España y que lo importante en esta vida es ganar poder. Si implica aceptar los votos de un deportador de gitanos para conservar una alcaldía del cambio o avalar la represión de feministas como Carme Forcadell, Dolors Bassa o Tània Verge para obtener ministerios del gobierno súper feminista-LGTBI-friendly-contra la extrema derecha, pues se hace y no pasa nada. Mientras tanto, un sector de la izquierda independentista todavía cree que se puede construir una República catalana sin nacionalismo y siendo muy buena persona.

Utilizar la justicia española para eximir a cualquier independentista de las responsabilidades que sus acciones causan al conjunto del movimiento es una muestra de inmadurez política alarmante

Uno de mis miedos era que el Tsunami fuera instrumentalizado por los partidos para asegurarse que, a diferencia del 1 de octubre, la gente no vuelva a creer que lo que prometen sus líderes va en serio y les monten un Vietnam para materializar lo que votan elección tras elección. La acción del aeropuerto el día que se conoció la sentencia fue un éxito, igual que la de La Jonquera. Sin embargo, duraron poco tiempo y no fueron tan contundentes como podrían haberlo sido. Sí que sirvieron para poner a prueba la capacidad movilizadora del independentismo y su fuerza para paralizar el país. Es positivo, los movimientos avanzan mediante ensayo y error.

Sin embargo, es relevante valorar las acciones del Tsunami en relación con otro fenómeno aparecido durante aquellas fechas: las batallas de Urquinaona. Las manifestaciones eran un clamor de protesta de una generación que, como tiene un futuro donde les han dicho que no tendrán mucha cosa, no tenía nada que perder. En el acto del Tsunami de esta semana uno de los objetivos era que los manifestantes vieran el partido, porque en ningún momento la intención era intentar evitarlo. Dios no quiera privar a Catalunya de un Clásico. A estas alturas parece seguro apuntar que la acampada de jóvenes en plaza Universitat sirvió para apaciguar las revueltas juveniles. Si el Tsunami quiere tomar nota, y suponiendo que es un movimiento 100% civil (festival del humor), tendría que alejarse de los partidos políticos. Una de las lecciones que se ha aprendido durante estos dos años es que toda manifestación donde haya políticos haciéndose selfies es inofensiva.

Como bien señalé en septiembre, los partidos han hecho lo que se esperaba de ellos. Junts per Catalunya envía a los Mossos a zurrar manifestantes mientras los independientes del partido se indignan muy fuerte y no respiran, y ERC hace de Duran i Lleida en Madrid mientras en Catalunya se prepara para ser Jordi Pujol. Así pues, el Tsunami, aunque mantiene tímidamente los ánimos movilizadores de la ciudadanía ―para eso ya teníamos Òmnium, la ANC y los CDR― no ha conseguido ponerse manos a la obra para solucionar uno de los problemas más graves del independentismo: la dificultad para materializar sus demandas a la política institucional. Ante ello, en septiembre proponía que el TD hiciera acciones de presión a los partidos políticos, cosa que también pedía esta semana la periodista Pilar Carracelas. Hasta ahora, no se ha hecho ninguna.

El artículo concluía que Tsunami Democràtic podía ser una buena idea si los partidos políticos pactaban una estrategia común con objetivos claros y empezaban a rendir cuentas por sus acciones. Como ya nos conocemos todos, afirmaba que el Tsunami los tenía que empujar a hacerlo. De momento, no se han dado las dos condiciones. Así pues, considero que el movimiento está más o menos donde estaba antes de las sentencias. Con menos ojos, más heridos, más encarcelados y más represaliados.