El lunes por la noche, mientras esperaba el autobús, topé en Twitter con el perfil de Laura Luelmo, la profesora y artista asesinada en El Campillo, Huelva. Hacía pocas horas que se había encontrado su cuerpo, y la descripción en su perfil, "Hago encargos de ilustración, pintura y diseño", fue un golpe directo en el estómago. En su cronología había una foto suya, dos años antes, pintando caricaturas en la Biblioteca Nacional de España. La caricatura de un doctor House vestido como en el Siglo de Oro me hizo sonreír. Tenía unos ojos enormes, como uno de esos niños pintados por la artista Margaret Keane.

Ver a Laura dibujando caricaturas en una biblioteca me recordó a esa vez, con catorce o quince años, que gané un concurso de relatos inspirados en Harry Potter organizado en la biblioteca del Casino de Manresa. Para ir a recoger el premio me alisé el pelo, me puse lentillas y me vestí con mis pantalones y jersey preferidos. Me hicieron muchas fotos y mi escrito se publicó en el Regió 7, me parece. De adolescente me apuntaba a todos los concursos literarios que podía, porque de mayor quería ser escritora y salir en la televisión. Como Laura, una biblioteca era una parada más en mi camino para conseguir hacer realidad mis sueños. Años después, yo escribo, salgo en la tele y en la radio. Y el lunes por la noche pasado, sola como la una en la parada de autobús barcelonesa, pensé que Laura ya no podía cumplir los suyos. Me eché a llorar. "Tendría que haber sido tu ARTE y no tu muerte el que te convirtiera en hashtag", escribía la prima de Laura en Twitter. "Pues sí, hostia, sí, Laura, tú eras una gran artista, cojones, qué mierda", pensaba yo, entre sollozos.

A principios de año escribí que no tenía miedo de salir sola a la calle de noche. Todas las agresiones sexuales que he sufrido han pasado de día, en espacios públicos rodeada de más gente o con hombres que conocía. También porque crecí con amigos hombres que no tenían miedo de salir de noche. Viendo el caso de Laura, he vuelto a plantearme si he tener miedo. He decidido que no. Pienso seguir andando por donde quiera, a la hora que quiera. Pienso seguir yendo a los lugares a los que yo quiera, vestida como quiera. No tengo miedo. Justo hace unos meses que ya no bajo la cabeza instintivamente cuando me cruzo con un hombre ―o un grupo de hombres― por la calle. Ya no estoy nerviosa cuando un hombre que no conozco me para por la calle, o en el gimnasio, para pedirme alguna cosa. Ya no tengo ganas de huir, ni de llorar, cuando me quedo a solas con un hombre, en una reunión de trabajo, en un encuentro informal, o en un encuentro sexual deseado.

Me ha costado mucho esfuerzo estar relajada cuando entro en contacto con un hombre, y no pienso renunciar a eso. Desde pequeña, la sociedad te educa para verlos como titanes. Hasta hace poco, todavía pensaba que los hombres tertulianos, escritores, académicos o periodistas eran mejores que yo porque eran hombres. Por mucho que se me esforzara, nunca podría ser tan buena como ellos. Mejor que compitiera encarnizadamente con las mujeres, mis iguales. Con el tiempo he entendido que el aura que desprenden los hombres se debe, en parte, a que ellos no se ven obligados a perder el tiempo justificando su existencia en cada momento. Les he perdido el miedo a los hombres cuando he dejado de justificar la mía.

Una sociedad donde la mitad de la población no se siente segura porque ha sufrido decenas de agresiones a lo largo de su vida no es una sociedad pacífica

No tengo miedo, tampoco, porque tal como escribe Nerea Barjola, las historias sociales y mediáticas sobre asesinatos, tortura y desaparición forzada de mujeres no sirven para exponer el sistema de relaciones de género que permite que eso pase, sino para construir relatos de terror sexual llenos de caperucitas rojas al alcance de lobos famélicos. Son discursos que buscan poner nuestra vida y seguridad en el espacio público en manos de hombres que conocemos, limitar nuestros movimientos y recluirnos en casa, allí donde pasan la mayoría de agresiones sexuales y asesinatos de mujeres. No tengo miedo, pues, porque estoy harta de que mi dolor se utilice para reforzar las cadenas que mantienen presas a tantas otros como yo, y para convertirlos a ellos en soberanos. En garantes o ejecutores de nuestra vida, en función de lo que ellos escojan.

Hace unos días, se presentó una base de datos que recogía todas las experiencias de agresiones sexuales explicadas con la etiqueta #Cuéntalo. Es un ejercicio de memoria colectiva y de reparación histórica tan impresionante como necesario. No pude evitar entristecerme, sin embargo, pensando hasta qué punto toda aquella cantidad de trabajo serviría para que las administraciones y la sociedad, especialmente los hombres, lucharan activamente de una vez por todas para erradicar el machismo. No me gustaría que la gestión social y política de la violencia sexual se convirtiera en un ritual por el cual las mujeres expresamos públicamente el dolor y los hombres entonan un "qué desastre, hasta dónde hemos llegado".

Estoy muy cansada, mucho, de estar constantemente reviviendo públicamente todas y cada una de las agresiones machistas que he sufrido. Si se hace en los foros adecuados, explicar una agresión machista en público, en una sociedad que todavía justifica el comportamiento del hombre y cuestiona el de la mujer, es reparador y liberador. Pero si cada vez que hay una violación, un acoso o un asesinato, las mujeres tenemos que revivir, digerir y explicar cómo nos sentimos cuando un tipo nos toca el culo en una discoteca, cuando cogemos un taxi en lugar de ir andando, o cuando al final cedimos asqueadas a follar después de que nos insistieran diez mil veces para tener sexo, eso ya no es liberación. Eso es una tortura. Yo no sobrevivo a otro hashtag. ¿Porque al final para qué? ¿Para que a Josep Maria de Vilafranca del Penedès le quede claro que la violencia machista es un problema grave? A estas alturas, si a Josep Maria no le ha quedado claro es porque o no le interesa o ya le está bien. O porque no lo entiende, y se le tiene que explicar de otras maneras. Porque ahora lo que toca es actuar de una condenada vez. Sobre todo ellos. Que se pongan las pilas, ya coño. Una sociedad donde la mitad de la población no se siente segura porque ha sufrido decenas de agresiones a lo largo de su vida no es una sociedad pacífica. No es una sociedad democrática.

No tengo miedo porque tener miedo me supone un desgaste brutal de energía que no sirve para nada. No me sirve para luchar contra el machismo, donde necesito la mente clara para estudiar, para leer, para escribir, para planificar y para hacer militancia. No me sirve para hacer justicia a Laura Luelmo, a Diana Quer o a Nagore Laffage. Puedo sentir respeto, preocupación, indignación, inquietud y estar alerta ante las violencias cotidianas que puedo sufrir. Puedo tener miedo cuando las sufro. Pero miedo por adelantado, nunca más. Allí donde ellas, y tantas otras, cayeron por querer vivir y disfrutar, por querer ser, nosotras venceremos. Lo haremos juntas. Lo haremos vivas. Lo haremos libres.